El 24 de mayo es fecha cívica en Ecuador, pues se conmemora la Batalla de Pichincha, acaecida en 1822. La gesta, considerada heroica según las narrativas tradicionales, constituye uno de los episodios finales de un periplo bélico y político iniciado en 1808 cuando la abdicación de Carlos IV y Fernando VII en favor de Napoleón y de su hermano José, nuevo soberano de España, propició una crisis de legitimidad. Sigue leyendo para conocer las tensiones en torno al surgimiento de la República.
Tanto en la Península como en América se cuestionó al nuevo monarca, entronado gracias a la invasión napoleónica; y se discutió la pertinencia del sistema absolutista en el tránsito a la modernidad. Estas situaciones propiciaron el descalabro de la monarquía en España y las Guerras de Independencia Hispanoamericanas.
En América, la historiografía tradicional considera que el Primer Grito de Independencia, se produjo en la Real Audiencia de Quito, luego de que algunos de sus notables integraran una Junta de Gobierno Autónoma que; aunque fiel al Rey, desconocía las autoridades coloniales, pues eran ilegítimas al estar depuesto el monarca. Este acontecimiento, sucedido el 10 de agosto de 1809, marca, según la visión oficial, el inicio del proceso de independencia del Ecuador.
Sin embargo, esta visión tradicional, teleológica nacionalista está siendo discutida por la historiografía actual. Trabajos como el de la historiadora Alexandra Sevilla Naranjo, titulado “Fidelismo, realismo y contrarrevolución en la Audiencia de Quito”, dan cuenta de las tensiones, debates y facciones que prosperaron en torno al surgimiento de la república. En efecto, la obra, surgida de su tesis doctoral y publicada en 2019 en formato libro por FLACSO y por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia, reflexiona sobre las características y los integrantes del bando “perdedor”; estos son, los realistas y fieles al Rey y a la Monarquía.
Al hacerlo, por supuesto, revela las complejidades del proceso independentista, matizando los relatos mitificados por la historia tradicional y ofreciendo nuevas perspectivas para interpretar estos acontecimientos del pasado que, lamentablemente, parecen estar secuestrados por la educación escolar, el civismo y las instituciones públicas.
Uno de sus principales argumentos que, de hecho, no es nuevo para la historiografía, es considerar a las guerras de independencia, como guerras civiles. Es decir, no fueron enfrentamientos entre criollos y peninsulares, ni entre ecuatorianos y españoles, mucho menos entre Ilustrados progresistas y monárquicos retrasados; fue, mas bien, una pugna entre quiteños, criollos en su mayor parte, debido a la divergencia de sus ideas políticas, de sus redes familiares y de sus asuntos comerciales que se agudizaron debido a la crisis de la monarquía española. Así, de entrada, este libro se posiciona de manera crítica frente a las dos visiones tradicionales de la independencia: la versión oficial, plagada de héroes, de nacionalismos, y de un destino patriótico; y la versión liberal (y luego marxista), de una contienda entre criollos que excluyó al grueso de la población y que, por tanto, constituyó un proceso en construcción, toda vez que esta población siguió marginada tras las querellas.
Pese a la distancia de estas visiones independentistas: la conservadora, cuyos íconos son Pedro Fermín Cevallos y la Academia Nacional de Historia, y la liberal cuyo máximo representante es Roberto Andrade; ambas son tradicionales en el sentido teleológico nacionalista.
Es decir, proponen la creación del Estado Nación Ecuador, como el objetivo de base de las Juntas y de las contiendas bélicas. Alexandra Sevilla; sin embargo, visualiza los intersticios del proceso para concluir que: la independencia no fue un proceso homogéneo lineal cuyo objetivo inicial era la independencia y cuya meta era la creación de un Estado Nación; sino todo lo contrario, fue un proceso político y bélico heterogéneo, en donde los límites entre las facciones eran difusos, mientras sus protagonistas, anclados a redes familiares y económicas, buscaban el beneficio para los suyos tratando de ser fieles a sus ideas políticas y que, luego de varias crisis locales y peninsulares, devino, casi por azar, en la creación de Ecuador.
Esta tesis, por supuesto, contrasta con las versiones oficiales, y, por tanto, puede asombrar a quien no está preparado para revisar el pasado de manera crítica, y prefiere anclarse en mitos nacionalistas -muchas veces para legitimar su accionar político-.
El proceso quiteño, como indiqué, inició con la Junta de Gobierno Autónoma erigida el 10 de agosto de 1809. Sin embargo, llaman la atención sus postulados, puesto que, más que referir a la independencia, se refieren a la fidelidad a un Rey que fue depuesto de manera ilegítima. El debate de fondo no era la independencia; sino la manera de ejercer política de la monarquía. Varios eran los temas polémicos: la participación de la iglesia en el Estado, es decir, ¿los poderes del Rey debían ser temporales y espirituales, o solo temporales?; por otro lado, se debatía sobre la soberanía: ¿emanaba de Dios quien colocó al Rey o emanaba del pueblo quien aceptaba a su Rey, en tanto su reinado sea justo, ecuánime y busque el bien común?
También se reflexionaba sobre la relación de la corona con sus súbditos, ¿estos debían seguir siendo vasallos adscritos al sistema de gremios, corporaciones y fueros, o cabía una relación más personal entre los ciudadanos y gobierno? Como se puede apreciar, varias de estas cuestiones fueron resueltas de manera violenta en Francia, con una revolución que descalabró a la monarquía, creó una república de transición y erigió un imperio.
Sin embargo, la ilustración permeó a las naciones vecinas; pero su influencia no fue la mera repetición de ideas; sino que, otros países crearon sus propias versiones de ilustración. Así, se puede hablar de una ilustración hispana o mediterránea -si se incluyen a los autores italianos- que al igual que la francesa, buscaba ser la luz en el tránsito del Antiguo Régimen a la modernidad.
La mirada atenta de Sevilla penetra en estas inquietudes a través de una metodología que localiza, caracteriza y explora las trayectorias de aquellos que se opusieron a las Juntas de Quito, esto es, la facción de fidelistas, realistas y contrarrevolucionarios. Para hacerlo revisa un vasto material primario que incluye cartas privadas, testamentos y procesos judiciales; que interpreta junto a los registros bibliográficos desde una óptica que evita la teleología del relato nacionalista. Este es uno de sus más grandes aciertos, pues resuelve varias paradojas de estos episodios.
Por ejemplo, ante la incongruencia de una Junta de Gobierno Autónoma, que se decía fiel al Rey; pero que fue interpretada por la historiografía tradicional como germen de la independencia, deduce: el fidelismo de los juntistas no era una treta o una argucia, era real, asimismo, existía un deseo de autonomía; pero ¿cómo conciliar las dos posiciones?
Te podría interesar: Terremoto en Ambato, semblanza histórica en el libro de Jéssica Torres
Lo cierto es que se debe complejizar el proceso y aceptar que el fidelismo no excluye la autonomía; sino que da cuenta de diversas maneras de ser fiel al Rey. Para ese entonces, existían varias tendencias políticas, siendo dos de ellas las más destacadas. La tendencia absolutista, que desde la dinastía de los Borbones se implementó en el imperio y que, en el tránsito a la modernidad, buscaba consolidar un estado centralizado, en donde el poder religioso se supedite a la monarquía. Y, la visión pactista, que pedía autonomía para las regiones con base en los antiguos fueros, gremios y corporaciones.
En ese sentido, la tendencia más modernizante y en sintonía con los cambios globales era la de los absolutistas que buscaban una monarquía centralizada.
Así, al formarse la Junta, rápidamente se activaron las redes clientelares y familiares para forjar una facción contrarrevolucionaria. Como es conocido, los acontecimientos sucedieron muy rápido en Quito y en España. A los pocos meses se desintegró la Junta, y se inició el proceso de encarcelamiento y ajusticiamiento de los juntistas; sin embargo, las represalias realistas se salieron de control propiciando una verdadera matanza sobre los tachados de insurgente, el 02 de agosto de 1810. Entonces los juntistas prepararon una segunda junta de gobierno en 1810, mientras en la Península, las Cortes de Cádiz aprobaron la constitución gaditana en 1812. En medio de este vacío de poder, las facciones mutaron, mientras los absolutistas conservaron sus ideas monárquicas, los liberales se convirtieron en constitucionalistas, instando a un mayor protagonismo de las cortes y proponiendo una incipiente democracia que integraba incluso a los indígenas y esclavos.
La Constitución fue jurada en Quito y en el resto de territorios de la Audiencia en 1812; sin embargo, a pesar de su legalidad, dejó descontentos a los monárquicos, y, sin proponérselo, al recoger principios de autonomía para las regiones, forjó el discurso independentista de las colonias. Así, el periodo de 1812 a 1820 estuvo signado por las presidencias de Toribio Montes y de Melchor de Aymerich, con diferencias muy marcadas entre ambos. Montes favoreció la pacificación, la conciliación y el perdón público en tanto los insurgentes juraran lealtad al Rey y a la monarquía; su gestión duró hasta 1817.
Aymerich reemplazó a Montes, su labor, en contraste, estuvo marcada por la represión y la persecución a juntistas e insurgentes. Ambos defendieron el régimen colonial a su manera, mientras Montes propició la unidad, Aymerich se enfocó en la violencia lo que a la postre resultaría en un mayor sentimiento independentista en los quiteños.
Poco tiempo después, el Rey Fernando VII volvió al trono, dejó sin validez la constitución de 1812 y retomó el férreo absolutismo. Sin embargo, en la Audiencia, los más fieles realistas vasallos ya habían sido ejecutados, por lo que, los realistas moderados se unieron a los insurgentes para pedir autonomía. El grito de libertad llegó desde el norte del continente, desde Venezuela y la Nueva Granada, y desde el sur, pues Guayaquil había sellado su independencia el 09 de octubre de 1820. Este recorrido histórico le lleva a Sevilla a postular que no hubo una conciencia social y política sobre la independencia desde el inicio del proceso; sino que esta idea republicana se forjó poco a poco, en un camino lleno de reveses, contratiempos e incluso cambios de bando.
Entonces, no existió una conciencia republicana o un destino manifiesto; sino que fue la contingencia de los acontecimientos la que llevó a la creación del Estado Nación Ecuador. Esta perspectiva, por supuesto, enriquece la historiografía ecuatoriana sobre la época de la independencia, incorporando al relato a varios de sus actores olvidados: los fieles, los realistas, los contrarrevolucionarios.
Esta valiosa obra, por tanto, nos recuerda la necesidad de complejizar procesos históricos, para una interpretación del pasado más ecuánime y crítica. Para finalizar, Sevilla recomienda incorporar estas ideas al imaginario histórico, llevarlas a las escuelas y universidades, a la prensa y al cotilleo; sin embargo, parece que a los docentes no les alcanza el conocimiento, mientras a los políticos no les alcanza la voluntad.
Quedamos entonces los lectores para difundir estas ideas y propiciar un debate sobre el pasado alejado de relatos teleológicos nacionalistas que, en realidad, legitiman el accionar, muchas veces injusto y desproporcionado, de las élites políticas y sociales. En lugar de publicar a los “héroes patrios”, acerquémonos al pasado despojados, curiosos y dispuestos a encontrar nuevas interpretaciones.
¿Te gustó esta reseña?, ¡esperamos tu like!
Escrito por Fernando Endara.
Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica.
Instagram: @fer_libros.