Cristianismo en la literatura

“Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
especialmente el señor hermano sol,
el cual es día, y por el cual nos alumbras.
Y él es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas.
Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,
y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo,
por el cual a tus criaturas das sustento.
Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta”.
Cántico del Hermano Sol o Alabanza de las Criaturas
San Francisco de Asís.

La reseña de “Las Florecillas de San Francisco de Asís”, de Fernando Endara, docente de la Universidad Indoamérica, nos deja una reflexión profundamente valiosa sobre los seres humanos y el amor a los libros.

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Entre los siglos XII y XII la cristiandad estaba en su apogeo. El clero, que inició pobre como Jesús, acumulaba incontables y millonarias posesiones terrenales entre castillos, iglesias, abadías, joyas, telas, vestidos, reliquias, obras de arte, terrenos, bibliotecas, ganado, cultivos, entre otros. Incluso parecía que los sacerdotes perdieron el norte, olvidándose de la riqueza celestial. Una distancia diametral separaba a estos prelados, cercanos a la nobleza, del pueblo llano: comerciantes, agricultores, soldados, mercaderes, ganaderos, artesanos, etc.

Surgieron entonces movimientos espirituales críticos, que predicaban y ponían en práctica lo que consideraban las verdades del evangelio, en contraste con los ministros de la iglesia, ocupados en acrecentar sus patrimonios. El enfrentamiento, casi inevitable, propició el surgimiento de movimientos como los Cátaros que, renegando de los sacramentos, buscaban la pureza alejándose del reino material creado por el diablo y corrupto por la iglesia católica; por lo que fueron tachados de herejes y condenados a las sombras por el poder religioso.

O los dulcinianos -seguidores de Dulcino-, o apostólicos, que cometieron el crimen de buscar una vida austera, de libertad e igualdad, exponiendo las ambiciones del catolicismo; de manera que, fueron condenados a la hoguera por la Santa Inquisición presidida por el tristemente célebre Bernardo Guí -sí, el que aparece en “El nombre de la Rosa”, de Eco-.

Sin embargo, en medio de controversias, el Papa aceptó la creación de órdenes de Monjes Mendicantes, siendo las más antiguas y numerosas las de San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán. Estos hermanos, se diferenciaban del clero regular en sus votos, pues hacían el triple voto de obediencia, pobreza y castidad, otorgando una importancia suprema a la pobreza.

Fue Francisco de Asís, apóstol santísimo de la humildad, el que decidió este giro radical cuando, después de una vida de lujos, de juventud esplendorosa y despilfarro, se convirtió a una fe extrema y renovada, lejana a los muros episcopales, cercana a la naturaleza, al conocimiento hermético, inclusive. En efecto, Giovanni “Francesco” di Pietro Bernardone, hijo de un próspero comerciante, creció al abrigo del dinero y la fortuna, disfrutando de todos los placeres que la vida medieval podía ofrecer.

Buscando la fama del caballero andante, se enlistó en los ejércitos de su ciudad natal (Asís) que buscaba cierta autonomía dentro del Sacro Imperio Romano Germánico. Después combatió en el ejército papal en batallas entre el imperio y el pontificado. En medio de estas escaramuzas bélicas fue hecho prisionero, y salvó su vida, porque al advertir sus finos ropajes sus captores, decidieron pedir rescate por el joven rehén.

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La experiencia de la guerra y el cautiverio, sumado al llamado de ensueño de sus meditaciones, le revelaron el camino y en San Damián escucho: “Francisco, renueva mi iglesia”, “reconstruye mi iglesia que está en ruinas”. Decidió abandonarlo todo: la casa y el dinero de sus padres, las posesiones materiales, la lujuria y los amigos, la guerra y el comercio; para convertirse en un segundo Cristo.

Se hermanó a las criaturas andando por los campos y los bosques, encontró 12 apóstoles para predicar; no, ¡para vivir el evangelio! Fundó tres órdenes religiosas: la Orden de Hermanos Menores (Ordo Fratrum Minorum OFM, o Franciscanos de Asís), Hermanas Clarisas y Orden Franciscana Seglar. Después del Concilio de Letrán (1215), la OFM adquirió legitimidad junto a la Regla de San Benito y la Regla de San Agustín; aunque la Regla Franciscana definitiva fue aprobada 8 años después, en 1223, por el Papa Honorio III.

Sus peregrinajes le llevaron a Egipto, al Asia Menor, y, por supuesto, a lo largo y ancho del Mediterráneo donde su figura inspiró a cientos de hombres y mujeres que se convirtieron a la fe e ingresaron en sus órdenes religiosas. Los monjes y hermanas se empezaron a contar por cientos, los milagros proliferaron, la historia se convirtió en mito, en literatura, en florecilla.

Los Fioreti o “Las florecillas” de San Francisco, de autor, o autores anónimos, es una obra hagiográfica, es decir, una composición biográfica de la vida de un santo. Sin embargo, sus 53 capítulos no resultan una biografía a carta cabal; sino más bien, un conjunto de fábulas, anécdotas y leyendas, que buscan exaltar las virtudes del santo y edificar al lector. Si bien la figura de Francisco es un segundo “camino, verdad y vida”; las Florecillas son una obra coral, en donde muchos de sus protagonistas son los primeros integrantes de la congregación OFM.

Acorde a la tradición oral, los frailes trasmitían los relatos unos a otros; hasta que, se reunieron y redactaron en latín entre los años 1327 y 1337. Su estilo y formato sencillo, cercano a la bienaventuranza, junto a su contenido piadoso y tierno, resultaron exactos para trasmitir la naturaleza y la personalidad del santo, así como su amor por todas las criaturas.

De alguna manera, estas florecillas se pueden parangonar a los cantares de gesta medievales, en donde Francisco y sus caballeros andantes salvan a las gentes de la barbarie hereje convirtiéndoles a la fe. Sin embargo, los valores de la novela de caballería están invertidos: la gloria no es la nobleza sino la humillación, el dinero y las posesiones son un obstáculo, mientras la pobreza es la suprema virtud, la enfermedad y el tratamiento compasivo al enfermo son una bendición y no una maldición, los valores terrenos son efímeros porque lo importante es el Reino Celestial.

Así, Francisco no se enfrenta a dragones, caballeros, gigantes o molinos; sino que se encara con la propia Iglesia, mostrando con el ejemplo el evangelio, practicando la pobreza en contraste con uno de los grandes vicios de las religiones: la acumulación económica.

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Esta pobreza, su hermana y esposa, fue su mensaje más importante. Eclesiastés lo dice: “todo es vanidad” y así lo entendió Francisco: “si a las aves, Dios -a través de la naturaleza- les brinda todo lo necesario, aún más, en su amor infinito, al ser humano”.

Sin considerar propios ni los harapos que usaban para cubrir sus cuerpos, los franciscanos recorrieron (y recorren) el mundo encontrando a Cristo en la sublime belleza de la escasez. La importancia de la pobreza, que podríamos traducir en términos contemporáneos como: “una vida de humildad” es un mensaje actual y necesario. Frente a la opulencia de los líderes políticos, religiosos y del entretenimiento; frente al aceleradísimo e infrenable avance científico y tecnológico; frente a la acumulación, la ostentación, el lujo, el confort, el hedonismo… se levanta Francisco y su sencilla pobreza.

Evidentemente, este contenido pudiera dar lugar a romantizar la pobreza, la injusticia o la desigualdad, pero todo depende de contextos. Hay que alcanzar el cielo material en la Tierra, sí; en confraternidad – esa es la clave-; sin orgullo, hipocresía, jactancia o egoísmo.

Francisco no se enfrentó a dragones, caballeros, gigantes o molinos; le imploró al mismísimo Dios, y le rogó le conceda la gracia de compartir el supremo dolor de Cristo y el supremo amor de Cristo. Y surgió entonces así: en el verano de 1224, como impulsados por un designio divino, Francisco y sus compañeros subieron al Monte Verna.

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Después de un largo trecho, se detuvieron a descansar en una encina, mientras Francisco contemplaba las maravillas de la creación; cientos de pájaros de diferentes especies manifestaron su alegría con trinos y vítores, lo que fue interpretado como una bendición por parte de Dios. Ya en la cima del monte, Francisco partió hacia un despejado (lo más apartado que pudo), cerca del precipicio, en donde a petición suya se construyó una celda de oración, indicando estrictamente que nadie se acercara; salvo Fray León, llevando agua y pan muy de vez en cuando.

Unas semanas después, en medio de la oración, Francisco -como de costumbre- tomó los evangelios abriéndolos tres veces al azar para conocer la voluntad de Dios. En las 3 ocasiones, los pasajes señalados fueron los de la pasión de Cristo.

Y en medio del éxtasis religioso sucedió. Después de semanas de vida ermitaña, y bajo una estricta cuaresma de ayuno, Francisco vislumbró al serafín de seis alas que le mostró la infinita sabiduría y poder de Dios, al mismo tiempo que, su lamentable humana miseria. El ángel le hizo sacar tres bolas de oro del pecho, que representaban los votos de pobreza, obediencia y castidad; y otro emisario celeste lo confirmó: “prepárate con humildad y paciencia para recibir lo que Dios quiere de ti”; en el ambiente se sentía que estaban por suceder cosas admirables y maravillosas, como nunca había sucedido sobre la faz de la tierra. Durante la madrugada del 14 de septiembre, en medio de oraciones profundísimas, se fueron marcando los clavos, los estigmas en brazos y manos, mientras del costado se abría la llaga supurante que manchaba sanguínea la túnica.

A la par, los monjes y pastores pudieron ver que el monte ardía en divina llama en medio de la noche. Desde entonces, Fray León se encargó de lavar y curar sus heridas, y de vendarlas para amortiguar la hemorragia; excepto los viernes, puesto que el Santo no quería que nada ni nadie mitigue sus dolores.

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Las florecillas, por supuesto, incluyen este episodio y otros trascendentales en la devoción franciscana como el cántico del sol (las criaturas) o la conversión del hermano Lobo, y el interesantísimo transitar histórico y espiritual de la novísima orden de San Francisco en su primer siglo de existencia y difusión. Intentemos adentrarnos en terrenos pantanosos: es conocido que, durante la edad media, el fervor religioso inducía a prelados y seglares a un fanatismo rozado en la fantasía con creencias tales como: el paraíso terrenal, las indulgencias plenarias, las brujas, el limbo, etc.

Lo cierto es que, la mayor parte de la población se conducía teniendo a la religión como una verdad incuestionable.

Vale preguntarse ¿Podemos considerar los relatos de las florecillas como hechos religiosos que sucedieron materialmente?, ¿es literatura dogmática, creada para evangelizar?, ¿es mito-poesía cristiana? Intentemos hilar fino, no, más bien llevémoslo al terreno de fanfic:

La mito-poesía. Interpretar las Florecillas, desde la literatura, como venía diciendo, remite a las novelas de caballerías o a los cuentos de hadas. Aquí y allá, los hechos reales se camuflan con los fantástico, para dar paso a la leyenda, al cantar de gesta, al aedo, a la magia. Cuando hablamos de Roldán, del Cid Campeador, de Pinocho, la Bella Durmiente, Pulgarcito, o de Francisco, no hablamos de hechos reales ni comprobados, no es historia, es mitología enriquecida por el verso épico y lírico medieval, entonces es mito-poesía. Un recurso literario que configuró los pensamientos medievales poblando una realidad empobrecida y rural con dioses, herejes, animales parlantes, brujas y monstruos.

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Siguiendo esta línea, quizá, ni los milagros ni los estigmas de Francisco sean fehacientes, quizá ingresen al terreno de la ficción: que no es aquello que no existe; la ficción es aquello que existe en el plano estructural, pero que no es un componente operativo en la realidad​ (Maestro, 2015)​. No quiere decir que los estigmas no sean ciertos, quiere decir que funcionan como un componente estructural, como una experiencia que provoca devoción, piedad, temor/amor de Dios; pero que no puede materializarse. Entonces los estigmas y otros milagros no son hechos de la realidad concreta, son estímulos mito-poéticos que funcionan para dignificar nuestra vida, mediante la cohesión social y la trasmisión de valores morales.

Otra visión, aún más tirada de los pelos, tiene que ver con los diferentes estados de la conciencia. Varios psiconautas y profetas de las Plantas de los Dioses como Leary, Hoffman o Escohotado, señalaron, en repetidas ocasiones, la posibilidad de que la hostia santa durante la antigüedad y el medioevo fuera elaborada con centeno contagiada del hongo cornezuelo: una versión primitiva, primaria, original y completa del éxtasis del Ácido Lisérgico. En efecto, la química moderna aisló la sustancia LSD del cornezuelo del centeno, descubriendo sus propiedades exploratorias, alucinógenas, medicinales y trascendentes.

Según estos autores, la humanidad viene consumiendo cornezuelo de centeno en forma de maná, pan, hostia, etc., en zonas indoeuropeas y mediterráneas desde los tiempos del patriarca Abraham; siendo este alimento el que posibilitó la comunicación entre los hombres y los dioses (las plantas, deliciosas, siempre cumpliendo su cometido)​ (Escohotado, 1994)​​ (Hoffman & Schultes, 2006)​.

Estos estados alterados de conciencia podrían explicar el embelesamiento en la contemplación de los monjes y ermitaños, aún más, podría dar pistas sobre la conexión casi esotérica, de Francisco con la naturaleza. Entonces los estigmas y milagros no serían una realidad material, serían un estado de conciencia divino, en donde todo es posible.

Finalmente, y todavía más irracional, sería seguir a Federico Muelas (1969), que indica: “hay que llagar a la Florecillas con ansía viva de lección y no con simple curiosidad de lector”​ (Muelas, 1969, pág. 18)​. Esta vía, la más fácil y difícil a la vez, es la del dogma, de la fe: aceptar los milagros, los estigmas, la vida del Pobre de Asís, como un mensaje divino. Ya no se trata de buscar la veracidad de los hechos, o posibles explicaciones sobre la materialidad o no de los milagros; se trata de aceptar, aún más, se trata de dejarse contagiar por la pasión del crucificado. Y yo: fanático de la literatura, de los mitos, de la historia, de las plantas de los dioses; elijo esta vertiente: la poderosa e irreductible fuerza embriagadora de la creencia.

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La fe humana es suprema. La esperanza es desobediente. El amor todo lo puede, todo lo espera, todo lo lee. Esta visión, que podría denominarse teología narrativa -hace hincapié en que las comunidades cristianas expresaron su identidad a través del relato- analiza la ficción, la narración, el estilo y la intertextualidad para demostrar que, en las Florecillas: el “cómo” se cuenta se articula al “qué” contado​ (Siciliani, 2009)​

En esa línea, Siciliani (2009) argumenta que se resaltan así tres características del arte narrativo de Las Florecillas: la santidad contada por Las Florecillas no es de naturaleza inefable o inenarrable sino una santidad observable, trasmisible y comunicable; el carácter singular y concreto de Las Florecillas muestra que la narración franciscana de la santidad es ante todo un vector de identidad y no una lección de moral o una exposición de verdades abstractas; la atención a lo concreto no es tanto un “efecto de realidad” de orden estético, sino un principio teológico que quiere que se salga de la vida del texto para ir a la vida ordinaria del lector. Hay que resaltar aún, […], el lazo, libre y necesario a la vez, establecido entre iniciativa divina y respuesta humana, la articulación entre intervención del Espíritu y la seria consideración de las mediaciones, la necesaria elaboración de la categoría de testimonio, etc​ (Siciliani, 2009, pág. 16)​.

La iniciativa divina y la respuesta humana puede equipararse al libro y al lector, son simbiosis, funcionan a la par y en complemento. La fe, al igual que la literatura, nos lleva de la oscuridad a la luz, de las tinieblas de la ignorancia al terror del conocimiento. Ese transitar es la conversión que se aprecia claramente en las Florecillas: el rico se convierte, el poderoso se convierte, el lobo feroz se convierte, y hasta los lectores quedamos impregnados de fe y espiritualidad.

Que estas ideas sueltas, entorno a las “Florecillas de Asís”, nos permitan encontrarnos con el mensaje del crucificado -más allá de religiones, categorías y profetas-: “amaos los unos a los otros”, y nada más. Amemos a las personas, como amamos nuestros libros. Amemos a la humanidad como amamos la literatura. No hay nada más humano y divino a la par, que la literatura. Amen (sin tilde).

amen

Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual alumbras la noche,
y él es bello y alegre y robusto y fuerte.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.
Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor,
y soportan enfermedad y tribulación.
Bienaventurados aquellos que las soporten en paz,
porque por ti, Altísimo, coronados serán.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!:
bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará mal.
Load y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y servidle con gran humildad
Cántico del Hermano Sol o Alabanza de las Criaturas
San Francisco de Asís.

Escrito por Fernando Endara.
Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica. Instagram: @fer_libros.

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