Gonzalo Benítez sobre el pasillo ecuatoriano

Esta reseña se escribió con el espíritu de Fabrizzio Ayala Endara,

Quien nos dejó muy pronto.

El primero de octubre es el Día del Pasillo Ecuatoriano, instituido por Decreto Ejecutivo durante la presidencia de Sixto Durán Ballén en 1993 como un homenaje a Julio Jaramillo quien, para muchos, es el máximo exponente de este género musical. Sin embargo, concuerdo con Carlos Grijalva, músico quiteño, al referir que Jaramillo tuvo una importancia popular enorme, pero que sus géneros más destacados fueron los boleros y los valses.

Asimismo, al hurgar un poco en la historia musical ecuatoriana se constata que el mayor aporte de Jaramillo fue la internacionalización del pasillo, pues su genio y figura abrieron puertas al intercambio musical con México, Argentina y otros rincones de Latinoamérica. En dicho proceso, sin embargo, los ritmos latinos fueron opacando a los ritmos tradicionales que, en las últimas décadas fueron agrupados en el paraguas de música nacional, parangonando un yaraví a una tonada, o un vals a un pasillo.

Numerosas son las erratas de la prensa y de las instituciones públicas que en su afán de saludar al pasillo y a Jaramillo, comparten imágenes y publicaciones en redes ¡con letras de valses!, en pleno Día del Pasillo.

Grijalva recuerda también que fueron Carlota Jaramillo y el dúo Benítez y Valencia los que llevaron a los escenarios y a las radios el pasillo, difundiéndolo como íconos y precursores. Por eso, en el Día del Pasillo, quiero recordar a Gonzalo Benítez, maestro, músico y compositor, cuyo legado es un canto de estos Andes que llevamos empotrados en el pecho.

Lo recordaremos a través de la reseña de la obra: “Conversaciones con Gonzalo Benítez, tras una cortina de años”, elaborada por Pablo Guerrero y Adrián de la Torre, y publicada en 2006, por el Instituto Metropolitano de Patrimonio de Quito.

Lo mejor de este libro es que no es una biografía en estricto sentido, es más bien una colección de anécdotas aportadas por la propia voz de Gonzalo. Resulta que los autores entrevistaron a Benítez en 2004 y para editar la obra decidieron darle la voz autoral al músico, ocultando las voces de los entrevistadores.

Así, el texto se narra en primera persona como un poderosísimo ejercicio de memoria oral. Por eso, se nota la textura cálida, sentimental y melancólica de Benítez cuando evoca sus recuerdos. Otro aspecto importante de la obra es que, en su brevedad y sencillez, consigue ampliar el panorama histórico de la música ecuatoriana, puesto que Gonzalo narra historias que sirven para crear un contexto amplio del marco en donde se desenvolvieron los artistas de aquella época.

En estas páginas aparecen, por supuesto, el Potolo Valencia, su eterno compañero de micrófonos, Bolívar el pollo Ortiz, Enrique Espín Yépez, Luis Aníbal Granja, Marco Tulio Hidrovo, Cristóbal Ojeda Dávila, entre otros. Sus memorias son relámpagos del pasado que brillan en el presente, como diría Walter Benjamin. Son momentos para convocar a la sociedad y a la tecnología de mediados del siglo XX, para verificar la influencia enorme que la radio y la música tenía en las personas, y para mirar, casi en primera persona, algunos acontecimientos que conformaron y arraigaron una cultura popular ecuatoriana.

Gonzalo Benítez nació en Otavalo, el 14 de enero de 1915. Su padre, quien merece un libro aparte, fue Ulpiano Gonzáles Endara, destacadísimo compositor cuyas obras son primigenias de la música ecuatoriana, especializándose en el yaraví. Su madre fue Mercedes Gómez y su familia fue un hogar repleto de músicos y artistas. Gonzalo aprendió a interpretar la flauta de carrizo y a cantar con devoción desde su infancia. En la escuela se lo conocía por estos dotes, llegando incluso a cantar frente al presidente Isidro Ayora en 1928. Para 1930, el adolescente Gonzalo ingresó al Normal Juan Montalvo en Quito en calidad de interno.

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Este establecimiento educativo funcionaba como internado y también congregaba estudiantes externos que, tras seis años de estudio se graduaban como docentes y podían incorporarse a dicha labor profesional. En este periodo aprendió a tocar la guitarra y se formó el dúo Benítez y Valencia cuando en 1931 unos compañeros de cursos superiores incitan a Benítez, quien cataba solo y estaba en segundo curso, a cantar con un tal Luis Alberto, que cantaba muy bonito y que acababa de ingresar a primer curso en el Juan Montalvo.

Primero cantaron tangos, después música tradicional ecuatoriana con Valencia haciendo la segunda voz y Benítez la primera, debido a su voz de tenor. “Nunca peleamos, nunca discutimos y el dúo duró casi 40 años. Se formó en el colegio […] y lo único que lo detuvo fue la muerte de mi compañero en 1970” (Benítez, Guerrero, & De la Torre, 2012 [2006], pág. 25). Benítez respetó la memoria de su amigo, aunque grabó como solista jamás hizo dúo con nadie más.

En una de sus anécdotas recuerda negarse a cantar con Juan Fernando Velasco (en su espantoso disco de pasillos), debido a que Velasco canta el pasillo como si fuera una balada.

Tras graduarse como docente en el Normal, Benítez regresó a Otavalo donde conformó una agrupación de músicos que tocaban con partitura; sin embargo, no se “enseñó”. Regresó a Quito para ingresar a la Facultad de Pedagogía y Letras en la Universidad Central e iniciar, a la par, dos trabajos que desarrollaría sin descanso durante toda su vida: la docencia y la música. Como maestro enseñó en siete colegios: 24 de mayo, Juan Montalvo, Benalcázar, Abraham Lincoln, La Salle, Colegio América, y Brasil; este último cuando ya estaba jubilado.

Las palabras de Gonzalo sobre la docencia son una inspiración para quienes la ejercemos, pues siempre le gustó enseñar y brindar confianza a sus estudiantes para que puedan preguntar temas académicos, y en su caso, cuestiones musicales y artísticas.

Como músico, junto al Potolo Valencia, Bolívar Ortiz, Marco Tulio Hidrovo, Guillermo Garzón, Carlos Carrillo y Gonzalo de Veintimilla formaron el grupo Alma Nativa que después se llamaría Los Nativos Andinos.

Grabaron para la radio H.C.J.B y después para Radio Quito en donde fueron contratados como artistas exclusivos con convenios para grabar con la RCA Víctor. Grabaron 45 canciones desde 1939 hasta 1943.

La primera canción que Benítez grabó, precisamente en el 39, fue el inconmensurable yaraví Puñales de autoría de su padre Ulpiano. Por aquella época, recuerda Benítez, la grabación se hacía con un solo micrófono para la guitarra y la voz con una aguja sobre un acetato que sacaba viruta, mientras un técnico quitaba la viruta con un cepillo. Arduo proceso que, por lo general, se realiza en la noche para evitar ruidos externos y para mantener estable el voltaje eléctrico, pues a esa hora se apagaban las luces de la ciudad.

La grabación se tardaba toda la noche, y se repetía hasta quince veces cada canción, antes de obtener el resultado final. Eran discos frágiles que fueron ganando en resistencia y duración a lo largo de los años. Benítez recuerda con cariño a los sellos Ónix y Discos Ecuador. Sus canciones hicieron época, lo que les permitió pasearse por escenarios nacionales e internacionales. Llevaron los ritmos tradicionales a Estados Unidos, Alemania, Francia, entre otros. Asimismo, aparecieron en películas e interpretaron sus éxitos para varios presidentes de la república, varios de ellos se sumaron a la algarabía cantando junto al dúo.

Su repertorio incluía pasillos y aires típicos, estos últimos, una manera genérica de englobar distintos ritmos como danzante, albazo, sanjuanito, yaraví, pasacalle, entre otros. Benítez explica que el ritmo cachullapi, que significaría algo así como cacho aplastado, nunca existió; sino que fue una manera popular incorrecta de nombrar a los sanjuanes.

Son varias las anécdotas que Benítez cuenta en estas páginas. Por ejemplo, el enfrentamiento entre liberales y conservadores (conchistas) en la guerra de los cuatro días que terminó con la muerte del joven compositor Cristóbal Ojeda Dávila. O aquella ocasión en que Radio Quito trasmitió una adaptación de la novela de H.G. Wells, “La Guerra de los Mundos”, sin dejar en claro la procedencia del material de origen.

La obra se emitió como si de un noticiero real se tratara y fueron muchas las personas que entraron en pavor al conocer del aterrizaje de marcianos en Carapungo. El dúo Benítez y Valencia fueron contratados para cantar en la emisora, como si de una emisión cotidiana se tratase. Sin embargo, cuando la población se percató del engaño radial se transformó en una turba enfurecida que, desbocada incendio las instalaciones de la radio, con periodistas, músicos y otros trabajadores adentro.

Gonzalo recuerda que subió al último piso en donde rompió una claraboya para subir al techo y brincar a la casa vecina, mientras que Valencia se escapó por una ventana para refugiarse en la misma vivienda a donde escapó Benítez. Otras personas, lamentablemente, no corrieron con la misma suerte. El incendio se cobró siete víctimas mortales, entre ellas la del pianista, Raúl Molestina.

Otro episodio cumbre de la cultura popular ecuatoriana resulta el relato de la creación de la canción Vasija de Barro, ícono del pentagrama nacional. Fue el siete de noviembre de 1950 cuando Oswaldo Guayasamín, citó en su casa, frente a la Basílica, a Gonzalo Benítez, junto con otros músicos, artistas e intelectuales de la escena quiteña del siglo XX.

Al avanzar la velada, Jorge Carrera Andrade, emblemático poeta, se fijó en la obra de Guayasamín “El Origen” y escribió en la contratapa de un libro de Proust: Yo quiero que a mi me entierren, como a mis antepasados, en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro.

En seguida, Hugo Alemán tomó el libro para añadir la segunda estrofa. El pintor Jaime Valencia agregó la tercera estrofa, mientras el final le correspondió al inmortal Jorge Enrique Adoum. De inmediato, Benítez buscó un sitio apartado y silencioso para componer el acompañamiento musical y darle melodía al texto recién escrito. El resultado final fue una composición en el género Danzante que al poco tiempo se convirtió en himno de los ecuatorianos.

La Vasija de Barro es la canción ecuatoriana más interpretada en diversos géneros y estilos por parte de artistas ecuatorianos y extranjeros. Gonzalo recuerda con mucho orgullo esta anécdota que, por su envergadura, condensa la producción artística e intelectual del siglo XX del Ecuador.

Estos relatos resultan cercanísimos al lector, debido a la maestría de Pablo Guerrero y de Adrián de la Torre para en calidad de autores, silenciarse y darle la palabra a Benítez. Así, el libro se convierte en un anecdotario ameno, tierno y nostálgico. Gonzalo parece reír y llorar en cada texto, pues las entrevistas se realizaron en su última etapa de vida. Entonces va desprendiendo la palabra como quien se desprende de una memoria para dejársela a sus oyentes, como su último álbum.

La obra se convierte, no sólo en un ejercicio de memoria oral que reconstruye una época dorada para la música tradicional ecuatoriana; sino que le permite a Benítez despedirse de su audiencia y de su país de manera artística, por lo alto, como el inmortal maestro y músico que fue. Este texto es un pequeñísimo homenaje a la memoria de Gonzalo Benítez, ícono y precursor del género musical pasillo ecuatoriano.

Que en el Día del Pasillo, su voz y su canto sean esperanza para estos territorios devastados.

Escrito por Fernando Endara. Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica.

Instagram: @fer_libros.

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