¿Podríamos restaurar Alemania después del Holocausto? 

Seguro has dedicado una maratón a los contenidos sobre la Segunda Guerra Mundial que ofrecen plataformas como Netflix, así que hoy compartimos esta reseña del docente, Fernando Endara de la Universidad Indoamérica, sobre un libro que motiva a repensar la Alemania nazi y si es posible una recuperación social.

¿Cómo sobreponerse a una guerra?, ¿cómo puede una población recuperarse de la hecatombe, e iniciar de nuevo?, ¿cómo entender un genocidio, cuando sus perpetradores fueron los vecinos, los padres, las autoridades?, ¿cómo restaurar Alemania después del Holocausto, el nazismo y la derrota? A Bernhard Schlink, escritor, jurista y catedrático alemán, estas cuestiones lo atraviesan, pues al nacer en 1944 pertenece a la generación de hijos y nietos de los causantes y de las víctimas de la guerra.

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Para exorcizar sus demonios, Schlink escribió la novela: “El lector”; un trabajo de tinte autobiográfico que explora, por un lado, el despertar romántico/sexual de un adolescente, y, por otro, pone el dedo en las heridas y cicatrices de guerra, la posguerra y el conflicto intergeneracional. El título en alemán “Der Vorleser” significa: “el que lee en voz alta”, por lo que la traducción “lector” no es tan exacta.

La obra tiene tres partes muy definidas que se ambientan a lo largo del siglo XX, cada una rasga el corazón por motivos distintos, convirtiendo al libro en una experiencia emotiva y reflexiva, cargada con una dulzura asombrosa.

La novela, narrada en primera persona, arranca en 1958 cuando, Michael Berg, un adolescente de 15 años con hepatitis se sintió mal en la vía pública. Hanna Schmitz, de 36 años (21 años mayor), lo auxilió, lo limpió y le acompañó a su casa. Después de una corta recuperación, el chico visitó a Frau Schmitz para agradecerle; sin embargo, al notar su figura femenina -sus piernas calzadas con medias-, un vendaval de hormonas y emociones lo sacudió, aunque, su nerviosismo y su temor, lo llevaron a huir de la casa. Pocos días después, Michael la visitó de nuevo. En esta ocasión sucedió: tras ensuciarse con carbón las ropas y la piel, Hanna se ofreció a sacudir su ropa y le preparó la bañera.

Con el cuerpo limpio, se besaron, se abrazaron, se frotaron…surgió ¿el romance? Desde ese día, Michael fue a verla con asiduidad. Casi a diario se encontraban para leer en voz alta, bañarse y hacer el amor. Aquí se explica el título original de la novela: “el que lee en voz alta”, porque Michael lee para Hanna. Ella, encantada, solicita más historias, se interesa, se apasiona, discute las decisiones de tal o cual personaje. Aunque en el fondo, el muchacho advirtió el secreto: su amante no sabía leer.

En esta primera parte el pequeño descubrió las delicias del amor, tanto de sus ilusiones, como de sus placeres carnales.

Las revisiones actuales de la novela sacuden mucho polvo respecto a la pedofilia y a la relación sexo/sentimental entre una mujer mayor y un niño. Si consideramos a esta pareja con estándares actuales definitivamente ingresamos en los terrenos de la pedofilia. Sin embargo, hay que situarnos un poco.

En 1958 Alemania intentaba, no reestablecer su cohesión social -eso vendría después-, sino entender: ¿qué había pasado? Mientras los actores de la guerra y el Holocausto, como la propia Hanna, se debatían entre la alienación, la resignación, el olvido y/o la incomprensión; la nueva generación, la de Michael, intentaba comprender por qué sus mayores propiciaron, o en todo caso, permitieron el exterminio. Se entiende que estos trasuntos morales son más profundos y complejos que una relación amorosa impropia para la edad de sus partícipes.

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Claro, una relación entre una adulta y un niño es incorrecta; pero ¿Michael es un niño? De hecho, es un adolescente; pero ¿no es la adolescencia una categoría bio/etaria/socio/cultural configurada después de la Guerra? Para la generación previa a la guerra no existía la adolescencia: de la niñez se pasaba a la adultez. Quizás Hanna lo entiende así. Entonces el muchacho sí se encaminó por los senderos del sexo y el amor; aunque ella, alienada, no fue consciente de las cosas reales, -del mundo que le rodea-, puesto que estuvo endurecida por los campos de concentración y mantuvo una distancia insalvable con el mundo cognoscible debido a su analfabetismo.

Quizá no podemos hablar de pedofilia; ¿podemos hablar de amor? de una mujer mayor a un niño no, pero quizá, sí del niño hacia la mujer. Y, como lo que tenemos acá es la perspectiva del niño, estamos hablando de una ilusión ingenua y una faceta erótica del amor.

Pero tan poderosa, que propició los futuros encuentros entre ambos. Una relación así, casi prohibida, solo podía terminar cuando uno de ellos se aleje. Sucedió así, que Hanna desapareció, dejando a Michael lleno de dudas de amor.

Después de un tiempo, la segunda parte nos presenta a Michael, quien ya no es un muchacho; sino es un hombre: estudiante de derecho. Los programas académicos lo condujeron, casi por azar, a presenciar el juicio de antiguas excarcelaras de campos de concentración quienes, en medio de un bombardeo, no salvaron la vida de sus prisioneros; más bien, cerraron las aldabas para impedir que escapen mientras el fuego los consumía.

Aunque la trama de la novela se va poniendo densa, Schlink consigue un texto sencillo y complejo. Una lectura que parece ligera, pero que analiza cuestiones profundas sobre la condición humana. Como es de suponer, en estos juicios Michael encuentra a Hanna entre las acusadas.

Algunas reflexiones jurídicas sugieren la duda: ¿Cómo juzgarlas, con la ley anterior que seguían, o con la ley nueva que violan? Además, ¿son tan culpables aquellos que siguen las órdenes, como aquellos que las dictan? ¿Hay un cariz ético a la hora de decidir seguir la jerarquía militar?

Casi todas las acusadas urdieron artimañas en conflagración con sus abogados para librarse del castigo; sin embargo, Hanna, casi ausente, asumió la culpa. Incluso se declaró culpable de redactar un documento, cuando claramente no lo hizo, porque no sabía leer ni escribir.

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Hanna fue declarada culpable y condenada a prisión. Michael no consiguió entender esta justicia, en un lugar histórico en donde hablar del asunto, era casi un tabú:

“Al mismo tiempo me pregunto algo que ya por entonces empecé a preguntarme ¿Cómo debía interpretar mi generación, la de los nacidos más tarde, la información que recibíamos sobre los horrores del exterminio de los judíos? No podemos aspirar a comprender lo que en sí es incomprensible, ni tenemos derecho a comparar lo que en sí es incomparable, ni a hacer preguntas, porque el que pregunta, aunque no ponga en duda el horror, sí lo hace objeto de comunicación, en lugar de asumirlo como algo ante lo que sólo se puede enmudecer, presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad. Es ése nuestro destino: ¿enmudecer presa del espanto, la vergüenza y la culpabilidad? ¿Con qué fin? No es que hubiera perdido el entusiasmo por revisar y esclarecer con el que había tomado parte en el seminario y en el juicio; sólo me pregunto si las cosas debían ser así: unos pocos condenados y castigados, y nosotros, la generación siguiente, enmudecida por el espanto, la vergüenza y la culpabilidad”​ (Schlink, 1997, pág. 99)​.

Al cabo del tiempo, Michael se casó y formo un hogar que, al poco, terminó desmoronado. Entonces se le ocurrió una idea: grabarse leyendo en voz alta en cintas magnetofónicas (casetes) para enviarlos a Hanna a la cárcel.

En esta tercera parte, se encuentra el fondo de la obra: al final del día, el amor adolescente conduce sus cauces hasta la búsqueda de la justicia y la justicia de la memoria, la arena movediza que impregna la obra. ¿Qué es la justicia? ¿puede la justicia restaurativa sanar las heridas del pasado? Existía una especie de culpa colectiva en las generaciones siguientes a las de la guerra, no sólo de aquellos familiares de los perpetradores; sino, y, sobre todo, de aquellos hijos de quienes, en silencio, omitieron y/o aceptaron la depravación. ¿Cómo vivir con esta culpa colectiva?

Hanna aprendió a leer y escribir en la cárcel. Incluso envió cortas misivas a Michael, quien nunca contestó las cartas. Se limitó a enviar grabaciones: obras literarias completas que acompañaron a Hanna mientras envejecía hasta que, llegó el día: la liberación. Michael fue la única persona del mundo externo que contactó a Hanna en los años de encierro, por eso, fue notificado sobre su liberación; no obstante, un día antes de salir del presidio, se suicidó, poniendo punto final, amargo y trágico a esta historia que se ubica entre lo real y la imaginación. Una obra autobiográfica que cuenta una versión de Alemania, la de la posguerra, la que a Bernhard Schlink le tocó vivir.

“El lector” es una novela magnífica que, escrita desde la ternura y la erudición, demuestra cómo los sentimientos de culpabilidad colectivos perduran en la memoria, tan hondo como el dolor de las víctimas.

Estas víctimas por supuesto, piden paz y justicia; pero no hay respuestas, al menos no sencillas. ¿Cómo alcanzar la paz? ¿cómo alcanzar la justicia? ¿cómo impedir que la humanidad se descalabre de nuevo y se convierta en un pozo de maldad? Entonces conviene recordar, “el lector”, como otras obras literarias o cinematográficas antibélicas, son una mirada al pasado para buscar un mejor porvenir. La literatura, por supuesto, es el camino idóneo para evitar las guerras e imaginar la paz.

Escrito por Fernando Endara.
Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica. Instagram: @fer_libros.

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