Para la autora ecuatoriana, Mónica Ojeda, la naturaleza no es ni territorio de conquista, sino lo que nos habita por dentro, lo corpóreo, escribe Fernando Endara, docente de la Universidad Indoamérica, luego de leer “Las Voladoras”. Entérate sobre el “gótico andino” a través de una de las voces más potentes de nuestra literatura.
¿Cómo es aquello que más tememos? ¿Los demonios que nos asustan son internos o son, en efecto, criaturas más allá de lo conocido? ¿Es el miedo el sentimiento primigenio y original? ¿Qué nos asusta? ¿Es la naturaleza, salvaje y violenta, como la humanidad? ¿Cuáles son, nuestras peores pesadillas? ¿Lo tangible del miedo es la angustia, el terror, y/o la ansiedad? Estas son algunas de las preguntas que se disparan en mi mente, tras cerrar, luego de leer por 3 veces consecutivas, el volumen de cuentos: “Las Voladoras” de Mónica Ojeda, publicado por Páginas de Espuma en 2020.
La obra, aplaudida por críticos y lectores, constituye un acercamiento a aquello que ha sido nombrado: “gótico andino”; es decir, una manera de ambientar y desplegar lo ominoso, a través de protagonistas atormentadas en los Andes ¿Ecuatoriales? Su autora, es una de las voces más potentes de la literatura en español de nuestro tiempo; y es, sin duda, la abanderada de la literatura ecuatoriana en las primeras décadas del Siglo XXI. Sus novelas: “La desfiguración Silva”, “Nefando” y “Mandíbula”, dieron, siguen y seguirán dando de qué hablar, por mostrar la belleza del horror y criticar la violencia cotidiana -especialmente aquella que sufren las mujeres-, a través de una narrativa poética, experimental y trascendente -que interpela al lector-.
En estos trabajos, la autora se adentra en la Deep web, en las relaciones familiares turbias y en el horror blanco; concepto acuñado por Annelise Van Isschot, personaje importante de Mandíbula, para mostrar la fragilidad humana que pureza: aquel instante previo a la contaminación, un vacío, un silencio, antes de que lo cotidiano se transforme en monstruoso. Gracias a estas obras, Ojeda se añade a la generación de Samanta Schweblin, Fernanda Melchor, Mariana Enríquez, Pilar Quintana, Gabriela Cabezón Cámara, María Fernanda Ampuero, Camila Sosa Villada, Ariana Harwicz, por nombrar unas pocas; catalogados por la crítica como “nuevo boom latinoamericano femenino”.
Por supuesto, esta etiqueta, al igual que la de “gótico andino”, excluye más que define, -en la línea de Oscar Wilde en donde definir algo equivale a limitarlo- y está direccionada desde el marketing editorial; sin embargo, permite reflexionar sobre los silencios, omisiones y difusiones de la literatura escrita por mujeres en Latinoamérica. Anoto este contexto para situarnos; a continuación, presento brevemente los relatos del volumen para después analizar algunos de sus elementos.
“Las Voladoras” es el primer libro de cuentos de Ojeda. Los relatos fueron escritos entre el 2019 y el 2020, después de la publicación y el éxito de “Mandíbula”. El libro está conformado por 8 relatos: uno mejor que el otro.
El volumen abre con “Las Voladoras”: narrada en primera persona por una voz que oscila la adolescencia y observa cómo su hogar se fragmenta ante la presencia siniestra de “voladoras”, mujeres cercanas a las arpías, brujas que tienen un solo ojo como los cíclopes, seres que sobrevuelan los rincones del hogar.
Son hembras sedientas denostadas por la madre; pero acogidas por el padre cuando ella no está -el padre se tocaba por debajo de los pantalones-. Estas hechiceras aladas viven en la montaña; pero acuden las noches, con el fondo negro de sus oraciones, para llorar sobre el cuerpo adolescente de la narradora, mientras su madre intentaba volar unos metros como ellas.
“Dios es tan peligroso y profundo como un bosque” (Ojeda, 2020, pág. 13).
“Sangre coagulada” es un relato que produce escalofríos en la espalda y en la pelvis, un texto que desentraña los matices del rojo y advierte, sin nombrar -aquí estriba la genialidad-, los abusos y vejaciones cotidianas que sufren las mujeres en torno a la sexualidad y el aborto. En efecto, la voz que narra este relato es una adolescente que recuerda su conversión de humana a bruja, a través de su gusto por la sangre. Ranita es la narradora, reptil es el lagarto que abusa del anfibio, ante la mirada mística y vengativa de su abuela.
La madre de Ranita la llevó a vivir con su abuela, porque ella era distinta a otras niñas, estaba marcada por la tradición sanguínea: cantaba canciones raras en las noches de luna llena; preparaba sus manos, su cuerpo y su ánimo para el manejo de fetos y endometrios. La niña y su abuela vivián en la montaña; las niñas y mujeres del pueblo las visitaban cuando tenían alguna necesidad, algún trabajo o algún percance. Cuando querían extirpar el producto de sus entrañas: renegando de él, sin siquiera querer mirarlo. El pueblo las llamaba brujas, sin percatarse que eran las mismas mujeres del pueblo las que se encomendaban a los poderes curativos y restaurativos de esta familia de parteras/aborteras.
“Canté: Ai, ai, ai, las niñas lloran, las ranas saltan, los pollitos pían, pío, pío, las vacas mugen, muuu, los hombres jadean, aj, aj, aj, las lechuzas ululan, uuu, uuu, las niñas lloran, ai, ai, ai” (Ojeda, 2020, pág. 27).
El tercer relato del volumen es: “Cabeza Voladora”, un texto cuya estructura remite al terror. La narradora, es una mujer que encontró, en el jardín de su casa, la cabeza decapitada de su vecina. La policía no encontró el cuerpo de Guadalupe, pero ella entregó la cabeza, después de fotografiarla con su cámara y su cerebro. La imagen de la occisa la persiguió en su casa y en los parques, en lugares abierto y cerrados. No podía apartar aquel sonido, como de una pelota rebotando en la pared contigua, una y otra, y otra vez. ¿Era el doctor Gutiérrez un hombre agresivo? ¿Cómo era la relación del padre con la hija? La narradora apenas observó unas cuantas veces a Guadalupe, eso sí, intuyó cierto erotismo lésbico en su rostro y en su olor; sin embargo, ¿Cómo conciliar estos recuerdos con una cabeza decapitada? Justo entonces, en la casa de víctima y victimario, aparecieron las Umas.
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Intrusas que se escupían en el pecho y que se arrastraban por el salón y se golpeaban con las esquinas de las paredes mientras ejecutaban movimientos espasmódicos de danza delirante y ritual; de bailes que conectan lo inasible y lo sombrío. Después de una cabeza voladora, casi no queda otra salida que desquiciarse, convertirse en Uma -cabeza en kichwa– para separarse completamente del cuerpo.
“Repulsión y atracción: reconocimiento de lo ajeno en ella misma creciendo igual que un vientre lleno de víboras” (Ojeda, 2020, pág. 38).
“Caninos” es un cuento obsesivo sobre un hombre, preso de su sexualidad roja, que termina convertido en perro avejentado: sin mandíbula, sin colmillos, sin mordedura. La protagonista es su hija, quien lo cuidó en los aciagos últimos días de su vida, recordando una infancia trágica de excesos y parafernalia sexual. Son unos recuerdos que se atisban borrosos, como si una cortina los ocultara. Y es justamente esa manera de develar sutilmente lo que se esconde, antes que revelar lo explícito, lo que caracteriza la prosa de Ojeda.
La hija cuida con devoción una antigua dentadura, objeto macabro y ritual que conjura sus recuerdos endemoniados: de padres borrachos y entregados a la sexualidad roja con correas, humillaciones y trashumancias. Recuerdos que marcaron la infancia y la piel en forma de mordidas que espeluznan; un padre convertido en perro mordiendo a sus propias crías. Por supuesto, este texto recuerdo varias de las obsesiones de la escritora: las relaciones familiares abyectas, la mandíbula, y, por supuesto, el horror blanco que se tizna de rojo; aquí, y en el precedente relato: “sangre coagulada”.
“Tienes que castigarlo un día si y un día no porque eso es lo que le gusta” (Ojeda, 2020, pág. 56).
“Slasher”, es la siguiente narración. Su título, como se intuye, se inspira en el subgénero cinematográfico homónimo, caracterizado por la presencia de asesinos seriales que lindan lo humano/monstruo. En este caso, Paula y su gemela sordomuda, son dos artistas de la escena noise experimental underground. Su exploración musical y estética llevan el miedo, y la experiencia del miedo a niveles telúricos, al constatar la presencia de sonidos que inquietan, que aturden, que asombran, que paralizan: frecuencias sonoras sin escapatoria, pues los oídos no tienen párpado. Así, el miedo, el sentimiento primigenio aflora en cada escucha; sobre todo cuando llama la dulce voz de las sombras.
Precisamente el que una hermana carezca de oído y de voz, les permitió a las “las Bárbaras”, un nuevo tipo de comunicación signada por lo corpóreo, por la vibración y por lo horrendo. Mientras la una gozaba provocando terror en las personas; la otra se debatía en el miedo, al escuchar los arrebatos nocturnos de una madre con depresión, ansiedad e insomnio, que se arroja contra las paredes rota y desesperada.
Sin embargo, la redención para ambas se encuentra en el escenario. Y en pleno festival, luego de hacer ruido con instrumentos indescifrables y fragmentos de insectos y basura; convocaron la osadía absoluta: el slasher, el estilete, la sangre y la lengua inútil de quien nunca ha pronunciado palabras.
“El sonido es la poesía de los objetos” (Ojeda, 2020, pág. 63).
“Soroche” es un cuento soberbio, escrito en polifonía con cuatro voces. Son cuatro amigas quienes emprenden la escalada a las nieves perpetuas, en donde el mal de altura o soroche, campea a su paso. Se trata de Viviana, Karina, Nicole y Ana, cuatro mujeres de amistad perdurable, pues se conocen desde que estaban en el colegio, sus familias son cercanas y son colegas en la iglesia y en asociaciones barriales. Resulta que el exmarido de Ana, cometió un acto execrable: publicó/compartió -no queda claro- sus videos sexuales.
Sin embargo, ni las amigas, ni los conocidos de Ana empatizaron o sintieron dolor e indignación ante unos hechos que tienen a un culpable a quien repudiar. Más bien, humillaron a la humillada, sintieron lástima, que no pena; morbo, que no compasión: por las formas de un cuerpo, por las vejaciones, por una intimidad expuesta y criticada. Las propias amigas ni mencionan al abusador, critican a la amiga, sus acciones y comportamientos, como si la sexualidad estuviera prohibida para una mujer. Es más, las amigas se la pasan criticándose entre sí, como si su relación fuera un pretexto para develar sus miserias, colocándose una por encima de la otra.
Y el aberrante video, por la acción de difundirlo, mucho más que por los hechos grabados, fue la causa de la depresión de Ana y del viaje organizado por sus amigas. Pero ya en plena montaña, acariciadas por el Wayra, tocadas por el Soroche, no importó ni el fitness de Viviana, ni el puritanismo religioso de Karina, ni el libro publicado por Nicole, para impedir que la amiga violada y expuesta, -frente a un hombre que se convirtió en cóndor- se arrojara al vacío.
“También ves lo imposible, lo que no importa si es real o una alucinación: un indio transformándose en un cóndor gigante que ensombrece el día, y recuerdas la leyenda. Recuerdas que un cóndor escoge el momento de su muerte. Que cuando se siente viejo, acabado, sin pareja, se lanza de la montaña más alta hacia las rocas. Un cóndor con soroche” (Ojeda, 2020, pág. 94).
“Terremoto” es el relato más corto del volumen. La historia retrata un amor profundo, signado por la devastación. Amar y morir, es la consigna. Dos amantes, encerradas mientras los movimientos telúricos destruyen todo alrededor. ¿Salir y morir junto con la Tierra, ser alimento para cóndores cuando el cielo se caiga encima? O quizá ¿Quedarse encerrada, a salvo; pero cautiva? ¿Amada; aunque prisionera?
“Amar es temblar. […] Entonces la Tierra nos ama demasiado” (Ojeda, 2020, pág. 95).
El precioso volumen se cierra con: “El mundo de arriba y el mundo de abajo”. Un título que remite a la cosmovisión andina, protagonizado por un chamán que intenta resucitar a su hija y escrito como un conjuro. Porque, al fin y al cabo, escribir es conjurar no es solo imaginar o retratar, es convocar la fuerza de la palabra exacta para evocar sensaciones reales.
El relato, por tanto, está escrito en las piedras, y con los volcanes, “los lagrimales de la Tierra”, como Apus tutelares de la vida y de la muerte. El chamán, habitante del Kay Pacha, debía descender hasta el Uku Pacha para atrapar el alma de su hija y devolverla a la vida en el cuerpo de la madre, a través de ritos y hechizos.
Y con el cuerpecito de su esposa fallecida, transformada, empequeñecida, corrompida, emprendió el ascenso hasta el Hanan Pacha. Así, con un homúnculo no-vivo a cuestas, el hombre subió a los volcanes, buscando la piedra y el conjuro que permitan derrotar a la muerte. Lo cual sabemos, es imposible.
“No eres un chamán, sino un hombre. Y no existen palabras en este mundo con la pasión suficiente para resucitar a un muerto” (Ojeda, 2020, pág. 118).
Este último relato, es un abrebocas para lo que se vendrá en la novela que Ojeda publicó en 2024: “Chamanes eléctricos en la fiesta del sol”, en donde los personajes bailaran y cantaran alrededor de los “lagrimales de la Tierra”. Asimismo, tanto “Las Voladoras”, como “Chamanes…” podrían catalogarse como gótico andino.
Revisemos entonces algunos de los elementos a destacar en este volumen. Sobresale así, el afán de la autora por ofrecer una obra cuyos temas y estilos se engranan unos a otros, de manera que las reflexiones de un texto potencian las del otro, concatenando situaciones a través de la violencia, lo femenino y lo telúrico ubicado en los andes ecuatoriales. La violencia quizás es el hilo conductor del libro: son cuentos que inquietan, que aturden, que casi lastiman por una crudeza que, por otra parte, no es mágica ni ficticia; sino un fiel reflejo de nuestras sociedades contemporáneas.
Tal cantidad de violencia podría incomodar a ciertos lectores; sin embargo, el manejo de una prosa elegante, sutil, que oculta más que revela; permite atisbar la belleza de lo tórrido a través de una poética particular que emplea un lenguaje muy trabajado desde el aspecto sensorial.
Por tanto, estos relatos no guardan la estructura del cuento de terror, no tienen un manejo de tensión que se lleva al límite; mas bien son vuelos poéticos que no se encasillan en ningún género, pero que rozan el terror y la fantasía, que se concentran en revelar condiciones de angustia: miedos y terrores focalizados y geolocalizados, en donde el punto de enunciación y su contextualización, son lo más importante.
Este punto de enunciación es el ser femenino. No hablamos de literatura femenina o feminista, porque son casillas más ideológicas y comerciales que literarias; sin embargo, reconocemos las voces que presenta Ojeda, y su ausencia/presencia en la literatura ecuatoriana y contemporánea. Todas las narradoras, por tanto, no solo que están atravesadas por cuerpos femeninos y feminizados; sino que, sus voces revelan lo que callan estos cuerpos.
En ese sentido, las voces deberían interpelarnos -a los lectores hombres, sobre todo-, cuestionarnos, movernos a una reflexión sobre nuestro papel hegemónico en la construcción de masculinidades violentas y opresivas (para ellas y para nosotros), y en cómo estas construcciones sociales derivan en abuso y violencia hacia las mujeres. En ese sentido, un aspecto importante es que la autora evita los maniqueísmos, no se trata de abusadores y víctimas, se trata de verificar cómo una víctima puede sobrevivir, reparando sus heridas, pero sin convertirse en victimario.
No se trata de hombres versus mujeres, se trata de revisar sociedades en donde lo masculino prima, y, por eso, lo femenino se vuelve a veces contra sí mismo; quiero decir que, las victimarias también son mujeres, atravesadas por fuerzas telúricas casi incomprensibles.
Por eso, estos cuentos tratan de propiciar un acercamiento desde la ficción, a aquello ya tiene nombre; pero que, gracias a las posibilidades literarias podría ser nombrarlo de nuevo, de otra forma: revelando su verdadero rostro.
Esta violencia y esta centralidad en las mujeres se ambienta en contextos andinos, sombríos, e inexpugnables.
Lo que ha sido llamado gótico andino pudiera entenderse como un abordaje del miedo localizado en una geografía cuyo paisaje determina estos temores. Son los Andes entonces los que dan su característica al subgénero, son sus leyendas, mitos y seres fantasmagóricos los que pueblan estas instancias literarias cercanas al horror y a la fantasía.
Para Ojeda, la naturaleza no es ni territorio de conquista, ni amigable paisaje para contemplar; es, todo lo contrario, lo que nos habita por dentro, lo corpóreo, sanguinolento y sexual, lo inasible, lo salvaje, lo que nos rodea y que no podemos comprender: una fuerza más allá de lo humano a la cual no le interesa si sobrevivimos o morimos en sus fauces.
Por eso los ambientes andinos de Ojeda no son brillantes ni festivos, son oscuros, llenos de niebla y relámpagos, sitios casi inexpugnables en donde habitan las criaturas de las montañas, los supayes, los homúnculos, las brujas, las voladoras. En todo esto estriba la genialidad: en la capacidad de triangular la violencia, lo femenino y los Andes en relatos que rozan el terror; pero que, asustan mucho más, por su dosis realidad y/o por su cuestionamiento, que cualquier texto del género como tal.
Por supuesto, el subgénero: “gótico andino”, podría ser discutido; sin embargo, no es el afán de esta reseña ingresar al pantanoso terreno de lo académico. Quiero cerrar, por tanto, recordando la arista poética de Mónica.
Y es que estas narraciones son prosa poética de altísima calidad, en más de una ocasión, como lectores, cerramos las páginas y contemplamos el horizonte, desolados o conmovidos por la palabra. Aún más, los ecuatorianos de la Sierra elevamos la mirada del libro para encontrar estos Andes majestuosos y terroríficos que nos acompañan, nos posibilitan y nos espeluznan. Por todas estas razones, este volumen se posicionó, -junto con las novelas de Mónica– como un referente de la literatura hispana en la bisagra de la primera y segunda década del Siglo XXI.
Más allá del fenómeno comercial, de cientos de publicaciones en redes virtuales, de academicismos y tecnicismos; estamos ante unos relatos que se sostienen sin ninguna parafernalia y que van en camino -estoy seguro- de convertirse en clásicos. Todos los aplausos para la brillante Ojeda; que más que escritora es una chamana que conjura, que da cuenta a través de la palabra; de los temores, lo telúrico, lo femenino y las angustias existenciales de la humanidad de esta, y de todas las épocas. Gracias Mónica, por transitar las sombras para develárnoslas con auténtica belleza.
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Escrito por Fernando Endara.
Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica.
Instagram: @fer_libros.