“Que viva la música” es un libro de fuego 

“La música es el arte de expresar lo que emociona
La música es el arte de expresar lo que emociona
Los sentimientos sinceros del corazón
Por eso digo con gran orgullo
Pero que viva la música
Pero que viva la música.
Que viva la música
Que viva la música”
Ray Barreto – Que Viva la Música

Andrés Caicedo, escritor colombiano, que se quitó la vida en marzo de 1977, a los 25 años, es una de las voces más importantes de la literatura colombiana en el siglo XX. Posiblemente esta es la reseña más inusual y creativa que hemos publicado en este Blog de Fernando Endara, docente de la Universidad Indoamérica. Seguro te sorprenderá y animará a leer a este autor irreverente.

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Showtime, showtime. Vamos a hacer un guaguancó, una rumba, un bolero, un danzón. Esta reseña es personal, poética, absurda. Una descarga de cueros retumba en mi cabeza, explotan los platillos, mientras la campana me lleva, me eleva, me convierto en tormenta… y fluyo: mira la lluvia caer, hay quien la encuentra sensual como la mujer, como María del Carmen Huerta o María Iata Bayó, o Mariángela o Clarisolsita -que creció tanto hasta parecerse a la heroína de la novela- o La diosa de Omelencó; hay aquellos que al verla salen corriendo, y, sin duda, muchos lectores saldremos corriendo después de leer los textos de Andrés Caicedo, algunos a empolvarse las narices, otros de rumba hasta derrumbarse, mientras unitos -que no sé qué hacen en la literatura- huirán de sus páginas aterrados ante el frenesí de muerte, bugalú y ¿depravación? Depravación no, depredación, depredar, despresar, desprender, desaprender la mierda que aprendimos en hogares y en escuelas, para vivir de a de verás, entregados al trance, que eso si es para los dos. Que suene la clave, tac, tac, tac… espacio… tac, tac. Y Cabo E, Cabo E. Cabo E. Cabo E. Andrés Caicedo, líbranos de todo mal.

Para escribir estos textos que, de ninguna manera agotan o explican la inmortal y preciosa novela del caleño, me dejaré llevar por el ritmo; más que por la interpretación literaria. Me guiarán los rumberos; no los literatos. Mi faro serán el bajo, el timbal y la clave; el saxo, la tumba y el piano. Mis maestros: Richi Ray, Bobby Cruz y Brian Jones; mis deidades: Changó, Obatalá y Yemayá.

Que Viva la Música, así, sin signos de exclamación, pues fueron agregados por la editorial; es una experiencia artística guiada por una durísima playlist; iluminada por la caótica, indescifrable y hermosísima pluma de Caicedo; y, potenciada por los misterios gozosos de las sustancias alucinógenas y estupefacientes -ingiera ahora sus dulces de predilección-. Humo de marihuana, sale de mi ventana. El libro que nos convoca parece otro Hijo de Obatalá, otro Sonido Bestial, otro Atará la Arache, otro Fuego en el 23.

Fuego que se esconde bajo la piel, que es palabra rimada, juegos líricos africanos encapsulados en impros de jazz, que se dice latino; pero que es afrocubano y afroborinquen. Fuego que se esparce, que incendia y lo consume todo a su alrededor. Así fue la vida de Caicedo, ardiente, como la de su alter ego María del Carmen Huerta aka (47) la narradora.

Así, la razón de ser de la obra es el tránsito: del hombre a la mujer, del norte al sur, de la burguesía al arrabal, de la palabra al sonido, de la luz a la oscuridad, o sea, a la plenitud. En estos días, donde el paradigma es utilizar la literatura como un parche para olvidar/sanar/interiorizar las heridas y la tristeza, o como un vehículo para la terapia y el éxito, o como un recipiente de valores políticamente correctos; Andrés Caicedo lanza vivas y verdades. Para decir que no, que la única literatura que importa es la que nos arrastra, nos consume, nos devora, nos enferma; que la vida, y la literatura verdadera son así: brutales, feroces, nocturnas.

Diosa del desierto, dame tu bendición, mientras vamos escribiendo como bestias. Ayúdame Adasa escucha mi canción y lee mi reseña. Entonces Andrés se viste de María del Carmen Huerta para convertirse en narradora absoluta, creativa, inesperada, inolvidable, excesiva. María es quizá, lo que Andrés quiso ser, o lo que los lectores (los de mi estirpe) quisimos ser. Es decir, una persona sin límites, que no pudo no decir no a nada (bella sería de negaciones que no niegan), que lo probó todo, que se adueñó de las rumbas y contoneándose, se convirtió en la reina del guaguancó.

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La narradora fue una niña bien de melena rubia (que refrescaba el día), porque no sabía de música; sin embargo, cuando entró al mundo de la escucha, del bailoteo, del songoro cosongo: descubrió que goza con la noche, que la controla, que la bebe; mientras todos se caen alrededor, y ella, desgreñada, se queda con aires de andar solita en el mundo.

¿Es la soledad la condición de la especie? ¿Es la soledad el tema del libro? A partir de ahí, la narradora nos cuenta una larga y cautivadora seria de peripecias rítmicas y psicodélica.

Por eso la narradora odia las mañanas, aunque desde su ventana, ve y describe las montañas del valle en colores que matizan la tristeza –“ya el lector sabe que merezco (que merecemos) mínimo un coscorrón si dejo que caiga la tristeza. Tristeza contradictoria, tristeza imprevisible, ayayai, que ni me roce” – de despertarse y saberse víctima y victimaria de los excesos de la rumba que termina: cuando el sol se asoma despacio en el horizonte como pidiendo permiso a los hijos de las sombras. Y habitando en pleno nortecito elegante, burgués y aristocrático, recibió la visita de Ricardito quien trajo nieve de Colombia.

Un par de pases y enfilarse en busca de música fue el destino. Allá, en el norte caleño en la bisagra de los 60/70, en donde sonaba la psicodelia, el blues y el rock and roll. Porque somos piedras rodantes, y las piedras rodando se encuentran; mientras tanto vuélate, y que te acompañe satán, luz del alba, para ir hacia el sur. Pero antes de partir, hay que recordar que se debe subir el volumen a los Rolling Stones: no juegues conmigo, porque jugarás con fuego. Y en medio de gringos rockeros, la narradora y protagonista, sentirá el riff de la guitarra atravesándola con dolor y placer, el bajo y la batería denostando al silencio para quebrar las resistencias y gritar: somos la música que nos atraviesa, que nos destroza, que nos envuelve en compases que son, mas ciertos que la existencia.

Y sí, la narradora es un arcoíris. Una pelada, la segunda que ingresó en esa vida después de Mariángela: under my thumb. Y con parsimonia y destreza, ella solita va relatando sus fugaces coqueteos con los acordes, y sus furores psicotrópicos. Y fueron humos y polvos, agujas y hongos, pastillas y bebidas: un cargamento tal, que se compara con el que el Dr. Gonzo llevó a Las Vegas, con miedo y asco. Pero aquí no se captura el corazón podrido del sueño americano; sino que se captura el espíritu divino del bugalú trastocado en salsa.

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Aquella salsa que es mezcla homogénea de ritmos e historias, que homogeniza la riqueza afro del continente. Se casa la rumba, caballero, se casa la rumba. A mi me gusta escribirla sabrosito, mientras el bongó repiquetea. El espíritu divino, del guaguancó, decía, de la Cali selvática, salvaje, salsera… descomunal, de ese paraje de misterios mestizos e invasores yanquis, de roqueros periqueros y ácidos concierto de Richi Ray. El espíritu divino, insistía, de la rumba, que es fiesta y potencia, que es bajo pero que es rico, que es aquello que está contenido en cada página: que la literatura se convirtió, o, mejor dicho, siempre fue un arrebato total. Que viva la música, decía, la música africana.

Que viva la ciencia, que viva la poesía. Que viva la música toma prestado el nombre del álbum doble de Ray Barreto publicado en 1972, después del mítico concierto de la Fania All-Stars en el Cheetah de Nueva York en 1971, editado como película y nombrado: “Our Latin Thing”. Evento considerado por críticos y músicos como el nacimiento de la salsa. Que viva la caída; pero que sea completa, abismal, abisal. Y en total degradación, la narradora/protagonista/alter ego se arrastrará por el barro recogiendo las pisadas de los bailadores. Asaltará a la comemierda de vaca.

Y, finalmente, encontrará la esquina perfecta para vender su carne que no su alma, como la nuestra, completamente arrasada por la música. Y es que ahora nosotros, ¿por fortuna?, la tenemos, a ella, la musa música de todas, al alcance de un clic, pero antes, en ese entonces, solo se la podía cazar, de a ratitos, en emisoras y buses; y de largos ratos en bailaderos y rumbas.

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Por eso ella se quedó en esa esquina, porque la música sonaba siempre en alto vuelo, porque si hubiera querido coleccionarla, hubiera ganado respeto claro; pero se habría encerrado en sí misma y en ella para vivirla en simbiosis puertas adentro. Decidió entregarse hasta las últimas consecuencias. Decidió abrirse, para cerrarse y consumirse e incendiarse. Y al final: dejar un reguero de tinta sobre el manuscrito y recordar al 23.

La cereza del pastel: la novela de Caicedo fue publicada en 1977, en editorial medianamente respetable, y entonces, como punto y perpetuo, se llenó con 60 pastillas de Secobarbital, para sucumbir, junto a la leyenda que habían sido su vida y su obra

Antes de los 25 años: porque nadie quiere a los niños envejecidos, y, por vivir al mismo tiempo el avance y la reversa, por adelantarse a la muerte sacándole una cita, murió el hombre/mujer/personaje, para dar paso al mito, dejando una carta para su madre que decía: “Dejo algo de obra y muero tranquilo. Este acto ya estaba premeditado. Premedita tu muerte tú también”.

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Además de escritor, Andrés Caicedo fue melómano, apasionado del teatro y del cine. Su profa conjugaba estas disciplinas de manera furiosa y acelerada. Su resolución, insensata para algunos, se llevó hasta las últimas consecuencias: un suicidio literario. “Que viva la música” es un fragmento -el más ruidoso- de la historia literaria hispanoamericana, cuya fluidez, raíces y carisma se conectan con los “Tres Tristes Tigres”, con “El Reino de este mundo”, y/o con la “Trilogía sucia en la Habana”.

Es una canción de amor a esas canciones que marcaron a Caicedo, y a nosotros, sus lectores: la melancolía del blues, junto a la nostalgia del timbal, con sobredosis de cueros y/o platillos. Es también, una radiografía de la Cali de los 60/70, de sus sonidos y su gente, de las desigualdades sociales y de la juventud desbocada que buscaba nuevas formas artísticas y de liberación sexual y social. Por eso, también puede ser un Bildungsroman, una novela de aprendizaje o crecimiento, en donde la protagonista y nos lectores, no pasan de la juventud a la madurez; sino que aprenden, siendo jóvenes a “hacerse jóvenes de verdad”.

Así, la narradora y los lectores quedaremos atrapados en la música, en Cali y en una juventud eterna, únicamente conservable en la muerte premeditaba.

Por eso, Que Viva la Música, supera al realismo mágico de su época; pero también al realismo sucio, para producir una poética transdisciplinar que desafía al lector no versado en ritmos afrocaribeños y que sacude al que no está acostumbrado a las sustancias o a la rumba interminable.

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Quizá, sin afán de categorizar, la etiqueta que mejor le calza es: “lo real maravilloso”, pues las lances y trances de Caicedo/Huerta parecen ser fantasía; pero son reales. Y, aún más, la narración poco a poco enfrenta al lector con la magia del mundo africano encapsulado en la salsa.

De la rumba a la tumba, porque las tumbas son pa los muertos, las flores pa sentirse bien. ¿Recomiendo esta novela? Dejemos todo, y leamos a Andrés Caicedo, o en su defecto, cantemos, bailemos, volemos; pero, ante todo, seamos música: Anacaona, de una tierra primitiva. Ardamos como Caicedo; que no fue el fuego lo que incendió al 23, fue la música la que nos incendia por dentro. Hay que sabotear el rock, que viva el guaguancó. Que arda el 23, que caiga toda moral.

Escucha la playlist de este libro aquí.

“No accedas ni al arrepentimiento ni a la envidia. Ni al arribismo social.
Es preferible bajar, desclasarse.
Alcanzar, al término de una carrera que no conoció el esplendor, la anónima decadencia”.
Andrés Caicedo. Que Viva la Música

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Escrito por Fernando Endara.

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