Empezamos el 2024 escribiendo sobre lo que nos apasiona: la ciencia. Esta vez, José Daniel Sánchez, docente de la Universidad Indoamérica, nos comparte dos relatos históricos sobre medicina, en los que encontrarás datos y fechas interesantes.
Nacer en la calle es menos peligroso
El lavado de manos, tan necesario, trillado, pero imprescindible en la cotidianidad, trae consigo una historia de las tantas de una época en la cual este procedimiento rutinario no era del todo tan aceptado en su totalidad, incluido el propio gremio sanitario, aunque cueste creerlo.
Ignaz Philipp Semmelweis fue designado como asistente de la clínica ginecológica, en Austria, a los 28 años de edad, este médico de origen húngaro, le tocó vivir en una época en la que la fiebre puerperal se consolidaba como una de las más complicadas y con altísima mortalidad materna de la época.
Dentro de los hechos más llamativos en esta situación es que las mujeres que daban a luz de camino al hospital, prácticamente en la calle, tenían menor probabilidad de contraer la fiebre puerperal. Muchas de ellas consideraban acudir a una de las dos clínicas que existían en Viena; en este último punto Semmelweis se percató de que la clínica que tenía una mayor cantidad de pacientes con fiebre puerperal era aquella con un anfiteatro, donde los estudiantes de medicina acudían al reconocimiento anatómico y luego a la atención de partos.
Jakob Kolletschka, médico forense, fue herido por un elemento que cortó su piel y murió con los mismos síntomas de una paciente con fiebre puerperal. El colega que le practicó la autopsia confirmó los mismos fenómenos de daño tisular interno, que las otras mujeres muertas por la enfermedad en cuestión.
Estas llamadas “partículas cadavéricas” deberían transmitirse por sangre, quizá pensó Semmelweis, implementando una práctica de lavado de manos con agua y soluciones de cloro, previo a la atención a las pacientes. Tome en cuenta que, para la época, estos procedimientos eran piel con piel, sangre y vísceras.
Imagine la época de colegas “vacas sagradas” y que culpar a un médico de que sus manos llevaban aquellas partículas era realmente una bofetada a su ego. Ellos mantenían que, otras condiciones, ajenas a su labor como la ventilación, el hacinamiento, las enfermedades de las pacientes hasta origen de las mujeres que sufrían este mal eran la causa. Algunos hasta pensaron en el sonido de la campanilla que el monaguillo hacía sonar, al acudir con el sacerdote, para brindar santos óleos a mujeres desahuciadas. ¿Irónico no?
Esto por supuesto trajo inconvenientes; el jefe del pabellón de obstetricia del hospital estuvo en contra de él y prohibió esta medida sanitaria, relevando del cargo a Semmelweis en 1849.
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Esto lo llevó a abandonar la clínica ginecológica y dedicarse a la docencia en la cátedra de Obstetricia Teórica y Práctica en la Universidad de Pest en Hungría, logrando aplicar su método y reduciendo obviamente la tasa de mortalidad.
Lastimosamente, murió a los 47 años, con trastornos conductuales de depresión, que lo llevaron a un ingreso psiquiátrico. El biógrafo Frank Slaughter, en 1950, se refirió a Semmelweis, su contexto y aporte al no ser comprendido como elementos que “destruyeron su mente” y lo hicieron “un mártir de la estupidez del mundo“, ”los largos años de controversia, la amarga frustración sufrida, el recuerdo de las pacientes que vio morir, primero por no poder descubrir porqué morían y luego porque sus colegas no podían entender los simples principios que él propuso para evitar las muertes; todas estas cosas fueron cargas demasiado grandes que pueden haber destruido la salud de cualquiera. Su tendencia natural a la tristeza aumentó, hubo días que prácticamente no hablaba a sus colegas, haciendo clases en un lenguaje monótono e incomprensible a sus alumnos interrumpido por arengas que hacía a ratos sin mayor sentido”.
El árbol nacional del Ecuador y la malaria
Lo fascinante de descubrir la historia oculta en la lucha de enfermedades infecciosas es saber que se mantiene ese hilo de misterio, así me permito manifestarles que la malaria hasta el momento es una de las enfermedades parasitarias con mayor número de muertes a nivel global. En Europa, para el siglo XV, ese “mal aire” o “fiebre de los pantanos” rondaba las principales ciudades, en especial Venecia y Roma.
Para 1629, el rey de España Felipe IV, nombró como virrey del Perú a Luis Jerónimo Fernández de Bobadilla y Mendoza, sin embargo, su segunda esposa, la Condesa de Chinchón, sucumbió de fiebres intensas junto con escalofríos notables.
Para entonces, los jesuitas tenían ya conocimiento de cierta planta amarga, la tradición mencionaba que un indígena, con las mismas características febriles, se había dirigido desesperadamente al bosque en la época lluviosa y había bebido de la base de un pequeño árbol de hojas rojizas y tallo ligeramente angosto: “el agua más amarga que había probado”.
La comunidad, al hallarlo con nulas esperanzas de vida, quedó impactada al saber que seguía vivo, pero de aquello, a dar “polvos de jesuitas” a la condesa no fue fácil. Los españoles querían saber con certeza si podían arriesgarse a tal brebaje; en fin, la condesa lo tomó, mejoró y lo llevó a Europa para su difusión, aunque a la luz de las investigaciones hay muchos elementos inexactos.
Los “polvos de la Condesa”, también llamados Quina. Oliver Cromwell, Lord Protector de Inglaterra (protestante), falleció de malaria en 1658, al negarse a probarlos ya que eran considerados polvos del demonio traídos por los jesuitas.
Charles — Marie de la Condamine, afamado naturalista envió muestras de esta planta recolectada en la provincia de Loja — Ecuador, a Carlos Linneo, famoso taxonomista y lo bautizó como el árbol de la cinchona.
Quizá podemos creer que hay una falta ortográfica de la letra h en tal homenaje; Ecuador proveyó durante dos siglos a todo el mundo de estos polvos extraordinarios, cuyo amargor alcaloide fue sintetizado por Pelletier y Caventou, en 1820. La Quina sintética, dejando el requerimiento, pero como legado, al ser nombrado árbol nacional del Ecuador y que consta en el escudo del Perú, es un nexo del aporte a la farmacopea de estos dos países.
Además del buen gin — tonic y las bellas flores del árbol de la cinchona.
Escrito por José Daniel Sánchez, docente de la Facultad de Ciencias
de la Salud y Bienestar Humano, de la Universidad Indoamérica.