Este libro sobre Quito te hará pensar en el pasado 

En el 2024 el Estado ecuatoriano otorgó el premio Eugenio Espejo, máximo galardón en el área artística y científica en el país, a Eduardo Kingman. El merecido reconocimiento enfatiza su labor como antropólogo, urbanista e historiador y destaca sus hondas reflexiones sobre las configuraciones sociales, políticas y económicas de Quito y del Ecuador. Tuve el gusto de ser su estudiante en 2019. Hace poco retomé la lectura de: “La Ciudad y los Otros. Quito 1860 – 1940. Higienismo, ornato y policía”, publicado por Flacso y Universitat Rovira i Virgili en 2006. Por tanto, haré una reseña de la obra, en los entresijos de la academia y de la divulgación científica.  

Este estudio se enfoca en Quito, en el proceso de transición de la ciudad señorial a la de la primera modernidad. Kingman verifica los cambios urbanos en conexión con dinámicas sociales de subjetivación moderna en la interacción con el poder y con procesos de negociación y disputa del espacio público y privado como campos de fuerzas que se van haciendo desde un sentido práctico, en la línea de Bourdieu 

La investigación es interdisciplinaria y a nivel metodológico emplea un abanico amplio de técnicas y herramientas que provienen de la historiografía y la etnografía como revisión de documentos históricos, entrevistas en profundidad, creación de mapas, tablas y cuadros cuantitativos, descripción densa, observación no participante, entre otros. Por su envergadura, la obra acentúa el papel de Kingman como estandarte de la intelectualidad ecuatoriana de inicios del siglo XXI.  

El libro contiene cuatro partes y siete capítulos, además de unas interesantísimas reflexiones finales y un amplio catálogo de anexos que incluyen mapas y tablas lo que, en definitiva, enriquece la obra. Veamos algunos de sus elementos. 

La primera parte de la obra constituye un marco referencial y un contexto histórico del Ecuador en el periodo propuesto 1860-1940. Esta parte tiene un alcance divulgativo y exploratorio y se enfoca en aspectos relativamente conocidos de la historia pública y social ecuatoriana. Así, se recuerda que en la conformación del estado nacional existieron varias tensiones importantes como la política ideológica que distanciaba a conservadores y liberales, enemistados, principalmente, por causas religiosas.  

Mientras los conservadores pugnaban por la centralización del poder con base en la religión católica, los liberales buscaban un Estado Laico, una educación laica y en teoría, una apertura de derechos para las emergentes clases sociales asalariadas, campesinas y obreras. Por otro lado, la tensión regionalista económica entre agroexportadores y comerciantes de la costa versus terratenientes serranos marcaba la pauta de los procesos sociales diferenciados en Guayaquil y Quito.  

Mientras Guayaquil, puerto principal en pleno auge cacaotero, constituía la entrada y salida de productos, dinero, tecnología e ideas; Quito se convertía en un sitio donde las riquezas provenían de la renta de las tierras y la producción agrícola, siendo un territorio casi autárquico. Así, la emergente burguesía y clase industrial guayaquileña se conectaba con el liberalismo al buscar expandir los mercados; mientras el sector conservador se afincó en Quito y la serranía, pues se necesitaba el componente religioso para sujetar a indios, huasipungueros y huasicamas que sostenían un sistema casi feudal.  

Mientras estas fuerzas se extrapolaban, habías otros campos de disputa que buscaban centralizar un imaginario de nación. En ese contexto, y siguiendo la estela de los argumentos de Anderson (1997), se utilizaron recursos como los mapas, los museos y las novelas para constituir una comunidad imaginada.  

No es de extrañarse que este conjunto de tensiones provocara inestabilidad, golpes de estado y gobiernos transitorios en el ámbito político; mientras en el plano social se conformó una sociedad que sin perder la herencia estamental configuró una modernidad alternativa que desplegó a la vez estrategias modernas como el ornato, la policía y la higiene, sin desprenderse de nociones antiguas como el ethos barroco, la reciprocidad, las redes clientelares, la religiosidad popular, entre otras. La segunda parte del libro se enfoca en Quito y explica dos temas: Quito en el siglo XIX y la etnicidad en la dinámica del poder y el espacio urbano.  

Para referirnos al Quito del siglo XIX es necesario explicar lo que Kingman entiende por ciudad señorial. En ese sentido, una ciudad señorial es aquella ciudad que, conectada al Antiguo Régimen, basa sus relaciones sociales, políticas y económicas en procesos de reciprocidad asimétrica en donde existen familias aristócratas latifundistas que sostienen y son sostenidas por redes de parentesco, corporativas y clientelares esparcidas dentro y fuera de la ciudad.  

Así, la organización urbana y social de Quito se basaba en estas familias de orden patriarcal lideradas por un terrateniente que por lo general poseía varias haciendas en el callejón interandino y que residía por temporadas en sus haciendas o en la capital.  

Tanto en las haciendas como en la ciudad, las familias tenían un abanico de población bajo su control: peones de hacienda que recibían un pedazo de tierra a cambio de trabajo agrícola denominados huasipungueros, servidores domésticos llamados huasicamas, jornaleros que recibían pagos en dinero o especie, mayordomos y administradores para someter a los huasipungueros a la autoridad de la familia, entre otros.  

La familia estaba emparentada con otras familias de alcurnia a través de alianzas matrimoniales y pactos políticos y económicos, muchos terratenientes ejercían, además, cargos políticos y públicos en Quito o en otras provincias. En el ámbito religioso se practicaban una serie de ritualidades sincretizadas cohesionadas en cofradías que legitimaban el dominio de las familias de élite.  

El ámbito de la burguesía y de la industria fueron incipientes, quienes resaltaban eran los artesanos que confeccionaban y surtían una variedad de productos en redes clientelares, destacaban las cajoneras, los imagineros, los talabarteros, entre otros. Así, la ciudad se constituía en un espacio de intercambio entre clases y oficios, pues casi todos se encontraban en las pulperías, establos, chicherías, fuentes de agua, entre otros.  

Kingman discute la dicotomía urbe versus campo, al constatar que, en la ciudad señorial, tanto la población indígena como la aristócrata se movían entre el campo y la ciudad, así como se producían sitios de encuentro e intercambio que cobijaba a los actores sociales en una suerte de “Ethos Barroco”, según diría Echeverría.  

En la tercera sección se discute el tránsito de la ciudad señorial a la de la primera modernidad. En primera instancia a Kingman le interesa caracterizar la modernidad quiteña (ecuatoriana/andina) como una serie de modernidades alternativas. Por eso, recalca que la tradición y la modernidad fueron procesos yuxtapuestos que no se desarrollaron en instancias industriales, como en otros lugares; sino que se produjeron bajo el dominio del sistema hacienda y del capital comercial. Además, la modernidad fue asumida como un recurso para el ascenso al interior de un orden jerárquico, los bienes materiales sirvieron para la acumulación de capital simbólico 

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Muchas de estas formas de modernidad se levantaron sobre una base premoderna o señorial, como el caso de la coacción extraeconómica para el trabajo indígena que generaría la extinción del sistema hacienda y la reforma agraria a mediados de los 60 del siglo XX (época que escapa del alcance del libro). No se debe olvidar que los valores modernos no se implantaron de forma homogénea ni en las élites ni en la población, más bien constituyeron otro campo de disputa entre el dominio y la resistencia subalterna 

Estos procesos se dieron en un Quito en plena expansión urbana y demográfica. A inicios del siglo XX se produjo un verdadero hacinamiento en las amplias casas y patios de diseño colonial en donde vivían hasta cientos de personas.  

Las familias de elite que habían salido progresivamente del centro histórico durante el último siglo se trasladaron al norte, mientras sectores populares e indígenas consiguieron el trazado de caminos que los conectaron a la urbe, demostrando la conexión campo y ciudad. Una conexión que nunca se perdió, lo que desafía la concepción tradicional de una ciudad alejada del campo.  

En Quito, como en muchísimos sitios, la modernidad incluyó un proceso de diferenciación, separación y estigmatización de clases, oficios y labores. Se sustituyeron muchos de los puntos que servían para el encuentro de las élites y el pueblo como las chicherías, reemplazándolas por cantinas de primero y segundo orden, siendo desplazada la bebida tradicional en beneficio de la cerveza 

Se estableció un control del espacio público que abarcó, incluso, el ámbito privado. Para explicar esta dinámica, Kingman utiliza la noción de policía en el sentido foulcatiano del término. Es decir, se trata de una serie de dispositivos que servían para organizar una ciudad estratificada y corporativa, en cuanto al espacio público y al control y participación de las poblaciones en los procesos de civilidad o civilización, como lo entiende Norbert Elías.  

Así, Kingman diferencia policía en minúscula de Policía en mayúscula, esta última asociada a la institución que salvaguarda el orden público y la jerarquía social. Si bien se intentó ejercer una policía para organizar la ciudad desde comienzos de la República, es a inicios del Siglo XX que se configuran una serie de acciones de vigilancia, control y cuidado para salvaguardar el orden ciudadano que sustituyen a los antiguos controles y castigos en donde confluían la triada del terrateniente, el cura y el teniente político 

Esto confluyó en la creación y especialización de instituciones públicas que incluía una policía sanitaria unida a la noción de higiene. Muchos de estos procesos buscaron la disolución de los espacios de contacto e interacción entre clases y propiciaron una separación que no terminó ni termina de concretarse. La llegada del ferrocarril dinamizó estos procesos a la vez que permitió el intercambio de productos y personas. La subjetivación ciudadana empezaba a emerger, toda vez que se empezó a catalogar la desviación, buscando alternativas de tratamiento y encierro en cárceles, manicomios y hospitales.  

En la cuarta y última parte, Kingman discute cómo las nociones de ornato e higiene, conectadas a la planificación urbana, configuraron una ciudad letrada con una sociedad y cultura nacional excluyentes.  

La noción de ornato se desarrolló de manera tardía; aunque se fue imponiendo de manera gradual desde las Reformas Borbónicas que, de alguna manera, buscaban una ruptura del ethos barroco. El ornato se constituye en un mecanismo que ordena la ciudad a la vez que integra un sentido del gusto, o del buen gusto que sirve para la distinción y diferenciación social.  

Las élites debieron ajustar sus costumbres de Antiguo Régimen y modificarlas, pasando de una suerte de integración de clases y personas, a una separación en donde entraban en juego tanto los linajes -pureza de sangre- como los capitales culturales y económicos. En este proceso de construcción de ciudadanía las elites justificaron su privilegio y su derecho a dirigir el país a partir de criterios estéticos como el decoro, el ornato y la decencia, además de una autopercepción de superioridad cultural. Aunque todos eran ciudadanos, cada individuo se situaba en peldaño distinto acorde a su instrucción y grado de civilización.

Entonces el ornato tenía que ver con el embellecimiento público y privado; pero también con criterios morales cuyo arbitrio caía en manos de las elites. Este ornato es la idea que subyace en la planificación urbana quiteña que determinó una expansión longitudinal de la ciudad y una separación de poblaciones en barrios: un norte opulente, un centro de encuentro y comercio, y un decadente sur discriminado y criminalizado.  

La noción de higiene, por otra parte, fue desplegada desde criterios médicos con el fin de precautelar la salud pública. El control social bajo la noción de higiene se dio en dos etapas: una primera etapa de salubrismo incipiente, y una posterior más técnica encabezada por el Dr. Pablo Arturo Suárez y sus discípulos.   

En la primera etapa, justo en el tránsito del siglo XIX al XX se produjeron una serie de epidemias, cuyo control se expandió al ámbito privado. Médicos, juristas, enfermeras y prominentes hombres públicos ingresaban en vecindades y casonas coloniales de inquilinos para revisar no sólo las condiciones (in)salubres de habitaciones y artefactos; sino también las cuestiones morales de las personas.  

Así, la higiene se convirtió en una cuestión corporal, pero también de control de la mente, de los valores y las ideas. La segunda etapa se caracterizó por discusiones más técnicas que incluían estrategias estadísticas y de antropometría para medir y evitar las enfermedades. Estos adelantos produjeron una serie de sistemas clasificatorios que incluían no sólo el ámbito de la enfermedad; sino también la medición en detalle de la anatomía de los individuos.  

Así, estas clasificaciones revestidas de autoridad se impusieron como verdades científicas que legitimaron la jerarquización de la sociedad. Para Kingman estos criterios se concatenaron con la planificación urbana de la ciudad, con los trabajos del uruguayo Jones Odriozola, urbanista que en la década de los cuarenta presentó y ejecutó el Plan Regulador de Quito. 

Estas nociones: el ornato, la higiene y la policía sirvieron para un tránsito de la ciudad señorial a la ciudad moderna en Quito. Un tránsito que no termina en la fecha propuesta por Kingman para su estudio en 1940, sino que se extiende hasta la actualidad. Eduardo así lo reconoce al advertir que estos procesos produjeron un reacondicionamiento de la vida social que se extendió hasta el final del siglo XX. Aún ahora, se vive una suerte de modernidad alternativa, en donde una cultura aristocrática o del privilegio continúa asfixiando la vida social en el siglo XXI.  

Así, estas formas de modernidad alternativa sufrieron nuevos procesos de jerarquización y exclusión con la llegada del pensamiento postmoderno, de la avanzada capitalista de datos y la virtualización de la vida en redes sociales e inteligencias artificiales. Queda por verificar cómo estas modernidades alternativas se despliegan en estas herramientas tecnológicas, y cómo esta tecnología, de vuelta, impacta la vida social en un nuevo tránsito, quizá hacia una época de inteligencias artificiales alternativas, en donde ChatGPT convive con las fiestas populares de marcado carácter barroco.  

Como se aprecia, las reflexiones de Eduardo Kingman son potentes, complejas, pertinentes y comprometidas con el análisis de la realidad social y la crítica a ciertos factores que permiten el latrocinio de unos, sobre otros, sobre la mayoría. La obra de Kingman no se agota con esta lectura, es más bien, casi inabarcable pues contiene otros libros, artículos científicos y más recientemente obra poética y artística.  

Por eso, queremos reconocer el impacto que el maestro Kingman tuvo en generaciones de estudiantes de urbanismo y antropología, su conocimiento, su carisma y su don de gente son un ejemplo a seguir para todos los profesionales de la rama de las humanidades. Como tu estudiante, Eduardo, te agradezco por tu generosidad, por cada sonrisa y palabra amable, por descubrirme junto a Arguedas, que una de las maravillas de la vida es contemplar imágenes que arden como un relámpago del pasado en el presente.  

 ¿Qué libros te gustaría que reseñemos?, déjanos un comentario. 

 

Escrito por Fernando Endara.  

Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica.  

Instagram: @fer_libros. 

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