“El Cuento de la Criada” de Margaret Atwood 

“-Bendito sea el fruto-  -Que el Señor madure-” 

Saludo de un “ciudadano de bien” en Gilead 

 La lectura de “El Cuento de la Criada” de Margaret Atwood me estremeció por su cercanía. Aunque varias distopías plantean futuros espeluznantes en sociedades de control; estos se aprecian lejanos. Sin embargo, la novela de Atwood aterroriza puesto que algunos de sus elementos son símbolos de esta época, en concreto: el fanatismo religioso y la biopolítica sobre el cuerpo de las mujeres. La novela, publicada en 1985, cuenta con una adaptación cinematográfica estrenada en 1990 con Natasha Richardson, Faye Dunaway y Robert Duvall, que pasó sin pena ni gloria; y con una adaptación al formato de serie de televisión que fue un éxito rotundo.  

Quizá no sea coincidencia que el auge de esta serie de televisión se suscite, precisamente, durante el gobierno de Donald Trump en los Estados Unidos. Periodo caracterizado por un retorno a la ideología conservadora con preponderancia hacia narrativas como lo nacional o lo religioso, por encima de los derechos de las mujeres o de la comunidad LGBTIQ+. En un contexto de plataformas de video y polarización social; cayó la pandemia COVID19. Tras el retorno a la normalidad, se aprecia una tendencia en Estados Unidos y en Hispanoamérica: el auge del fanatismo religioso y la biopolítica sobre el cuerpo de las mujeres; que curioso, los mismos factores que giran el argumento de la novela.  

Esta tendencia se expresa en políticas públicas como la prohibición del aborto o la detención del debate sobre el matrimonio “entre el mismo sexo” o la legalización de las sustancias; en lógicas comerciales como el apogeo de la subrogación de vientres o la innovación en inteligencia artificial armamentística, de vigilancia y de control social; y en la cotidianidad, como la avanzada del tradicionalismo conservador a través de estrategias de viralización de contenido digital, o, el cuestionamiento al feminismo o a la identidad sexual propiciado por políticos y empresarios que extrapolan las ideologías para producir sociedades confrontadas.  

Buena muestra de aquello fueron los comentarios y opiniones suscitados durante la Olimpiada de París 2024, en torno a su ceremonia de inauguración y a la victoria de la deportista Imane Khelif, quien obtuvo la presea dorada en boxeo 66 Kg. Debido a esto, “El cuento de la Criada” se convierte en una distopía actual, que no perderá vigencia mientras los hombres queramos tener el control sobre el cuerpo de las mujeres. Recordemos la trama, antes de precisar un juicio crítico

El argumento, por demás conocido, de: “El cuento de la criada”, nos traslada hasta Gilead. Una nación apenas constituida tras un ataque terrorista que fragmentó Norteamérica y que devino en el auge de un nuevo estado. Este estado: Gilead, es una teocracia imperialista que controla varias colonias desde donde, curiosamente, no se extraen recursos; sino que fungen como campos de exterminio.  

Aunque Atwood no se explaya en detalles políticos o bélicos se entiende que la guerra permitió la creación de armas biológicas que incidieron en la disminución de la fertilidad. Los ideólogos de esta nueva sociedad auparon un discurso que conectó la esterilidad con la moral religiosa, culpando a las mujeres, como siempre, de los males sociales.  

Así, estableció una férrea sociedad en torno a la vigilancia y el control con fines reproductivos, confirmando la jerarquía de géneros, pues el hombre, formado a imagen y semejanza de Dios se erige superior; mientras la mujer, sometida a su amo, quiero decir, a su marido, es el fragmento pisoteado sobre el que se erige la sociedad.  

Por eso, los comandantes son la cúspide de la pirámide económica y social. Estos jerarcas tienen esposas devotas que conocen; pero que no pueden leer la Palabra, pues un mínimo intento será castigado: “si tu mano es un motivo para cometer pecado; arráncala”. Estos hogares forman la sociedad de Gilead. A su alrededor se constituyen células familiares formadas por Marthas, criadas y guardianes. Las Marthas son mujeres útiles; pero no fértiles, que serán destinadas al cuidado, el sostenimiento y la limpieza de las casas de los comandantes.  

Los guardianes, como se supone, están armados y son los encargados de sostener, desde la violencia, la conducta esperada por las mujeres. Las criadas, que llevan la peor parte, son mujeres fértiles (una verdadera maldición en esta distopía), destinadas a los hogares de los comandantes. Ellas son sometidas a violaciones reiteradas -en una ceremonia en la que participan los comandantes y las esposas, y que se reviste de sagrada desde una convicción religiosa profundamente idealista-, hasta quedar encinta. Un embarazo, como se entiende, es el objetivo, la felicidad, la bendición de Dios.  

 Por eso su saludo: “bendito sea el fruto”; y la contestación: “que el Señor Madure”. La maternidad entonces, deviene en el eje de la novela; esto, por supuesto, refiere al control biopolítico de la sexualidad femenina. En ese contexto, se presenta la narradora de la novela: Defred, una criada que, aunque sea llamada June en la serie televisiva, carece de nombre en la obra original; puesto que las criadas pierden su nombre, agencia, libertad e individualidad, para pasar a ser un objeto, una posesión, un ser destinado a la penetración, a la gestación y al alumbramiento, propiedad del comandante.  

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Defred, como decía, relata los hechos cual si de un cuento se tratara; aquí uno de los méritos literarios de Atwood, pues consigue elaborar una historia que espeluzna y conmueve a la vez, tamizada por una voz protagónica que más que actuar, reflexiona en medio de su confusión sobre las acciones que se ve obligada a realizar, a la vez que recuerda un pasado que fue casi, un oasis en el desierto. Así, lo que la narración ofrece, son retazos de la mente de June, en medio de la desesperación y la desesperanza.  

La novela va siguiendo estas interacciones de modo que salta del presente al pasado, mezclando la línea temporal para, desde la forma, incidir en la apuesta política de la autora y de la novela, la cual tiene que ver con visibilizar elementos ideológicos que pueden, tras una conmoción, establecerse en el poder; demostrando lo frágiles que son las conquistas, derechos y políticas públicas a favor de las mujeres. Defred, a la que llamaré de ahora en adelante, June, sufre la prisión y el abuso sexual, mientras relata el funcionamiento de esta sociedad sostenida en el control de la sexualidad femenina, pues las mujeres de la cúspide social y económica son destinadas para esposas de los comandantes, mientras las mujeres pobres son divididas en función de su fertilidad.  

A las fértiles las secuestran y las encarcelan en instalaciones conocidas como “Centros Rojos”, donde son adoctrinadas desde la violencia y la fe, para servir como esclavas reproductivas, que no sexuales, de los comandantes; mientras a las no fértiles útiles las destinan a Marthas y a esposas de los guardianes (econoesposas), y a las inútiles, conflictivas o lesbianas las trasladan, casi como basura, a las colonias, donde encontraran una horrible muerte entre desechos radioactivos.  

Otra categoría para las mujeres son las: “tías”, una especia de profesoras religiosas que controlan los Centros Rojos. Son, si cabe el término, oprimidas que contribuyen con la opresión, son una parte subyugada que asume su papel y, por tanto, ayuda a que la estructura vertical se sostenga; y es que siempre, el poder ha sabido como infectar a las víctimas para convertirlas en victimarias. Esta transición es una pieza funcional de cualquier régimen opresivo

Esta división social se expresa en el color de la vestimenta, pues cada mujer debe llevar su ropaje acorde a la función que ocupa en la sociedad. Asimismo, además de comandantes y guardianes, también están los ángeles, una suerte de ejército regular; y, los ojos de Dios, espías y vigilantes que se encargan de delatar a los infieles. En Gilead, muy al estilo protestante, todo el placer está prohibido, y casi toda clase de libertad, es condenada con la horca. Sin embargo, se advierte un movimiento de resistencia que, aunque incipiente, se mueve en las sombras y posibilita ciertos intercambios de documentos, e incluso de personas que llegan a escapar del estado.  

Los hilos de la trama se mueven cuando June, a pesar de las reiteradas ceremonias no consigue el embarazo. Por eso, Serena, la esposa de Fred, el comandante, organiza un encuentro entre la criada y Nick, el guardián.  

Este episodio desemboca en un romance prohibido entre Nick y June que trae el cuestionamiento sobre el amor, la pasión, y su fuego necesario para abrigar la vida. Sin embargo, el comandante tiene sus propios intereses, pues atrae a June en secreto a veladas nocturnas que empiezan con juegos de mesa; pero que terminan casi en prostitución cuando la conduce hasta un conjunto de edificios destartalados en donde los jerarcas, ahora sí; en secreto y en la más abyecta suciedad, dan rienda suelta a sus placeres perversos.  

Es curioso como las sociedades que prohíben el placer; se lo resguardan de manera cochina, para sí. Quiero decir que, así como en la novela se prohíbe la sexualidad para los pobres, pero se la guarda, de manera perversa para los líderes; en la cotidianidad los grandes narcotraficantes, empresarios y políticos consumen drogas, mientras las prohíben para justificar la violencia estatal, las políticas prohibicionistas, y la moral pública.  

Qué curioso que detrás de una prohibición se oculte el deseo de reservar para un grupo, pequeño y exclusivo estos avatares. Que paradójico que quienes se rasgan las vestiduras en público; sean los más nefastos en privado. Creo que lo que le asusta al poder es la libertad de las personas ajenas a su círculo; pues siguiendo su razonamiento, estas personas deberían trabajar sin descanso para sostener los privilegios de unos pocos, en lugar de buscar su propia identidad, libertad y felicidad. Que chocante resulta que, tras el discurso de la maternidad, lo que aguarde sea el miedo a la sexualidad femenina y el deseo de encasillarla en lo que el hombre puede controlar.  

Hacia el final de la novela, June se encuentra entre Fred y Nick, sin saber en quien confiar; cuando una patrulla armada arriba a la casa de Fred para llevársela. No queda claro si este trajín es un camino a la libertad, una escapatoria gestionada por la resistencia a la que al parecer pertenece Nick; o es una nueva represalia gestada por el comandante, Serena, o las tías. Este final abierto posibilita la reflexión individual de los lectores, pues será cada uno quien elija el destino final de June.  

Este final constituye otro acierto de Atwood pues deja un vacío que debe ser llenado por la imaginación o pericia del lector, o por nuevas producciones que pueden devenir en formato de novela, película, o serie televisiva, como terminó pasando. En efecto, la serie, que tiene cinco temporadas, sobrepasa la novela en extensión y complejidad, ofreciendo una imagen amplia de Gilead, así como de la resistencia y de June, quien en lugar de escapar cuando tiene la oportunidad, se queda para confrontar al régimen y recuperar a su hija Hanna secuestrada.  

Aunque la serie se aleje de la novela a partir de la segunda temporada, constituye una fiel adaptación en el sentido de trasladar con destreza, desde el papel a la pantalla, la trama, la ambientación y la crítica social que plantea Margaret Atwood. Mientras leía la novela, y veíamos la serie televisiva, no dejamos de mirar con horror nuestra realidad, pues el fanatismo religioso y la biopolítica sobre el cuerpo de las mujeres, como precisaba al principio, son elementos actuales.  

Y es que, en estos días, en nuestros países andinos, se nota el viraje político, ideológico y social hacia el fanatismo religioso, el nacionalismo conservador y el control de la sexualidad. Hace varios años se terminó la primavera del socialismo del Siglo XXI que, introdujo importantes reformas sociales, modernizó las instituciones públicas y visibilizó los derechos de las minorías. Sin embargo, la gestión de esta trinchera política también estuvo enlodada por escándalos de corrupción y abuso de poder; quizá por eso, todo lo que huele a izquierda, progresismo o woke, es descalificado por las mayorías, quienes asocian las apuestas sociales con las ideas políticas y económicas de cierto sector que estuvo enquistado en el poder por varios años. Parece que en nuestras sociedades sudakas varios de estos debates se detuvieron, además, por el auge de la violencia estatal y de asociaciones al margen de la ley.  

Lamentablemente, es el caldo de cultivo ideal para la emergencia de figuras autoritarias que, con el apoyo de las milicias, sectores empresariales y fanáticos religiosos, podrían instaurar regímenes de vigilancia -con inteligencia artificial– enfocados en castigar a los pobres en defensa de lo que ha sido llamado en nuestras sociedades como: “el ciudadano de bien”. El discurso del “ciudadano de bien” está impregnado de clasismo, machismo, racismo y discriminación; y genera prácticas que dividen a la sociedad en jerarquías rígidas, justo como en el “Cuento de la criada.” 

Por eso, la novela de Atwood, en palabras de la autora, busca ser una anti-predicción, una advertencia, un aviso de peligro ante el abismo.  Estamos seguros que, en una sociedad así, los lectores no podríamos sobrevivir, pues la literatura siempre, es un impulso hacia la libertad. Que esta ficción literaria permita dilucidar el momento en que el poder sobrepase sus casillas. Que esta especulación política nos recuerde que no se puede ni se debe querer controlar el cuerpo y la sexualidad de las mujeres. No desde los estados, no desde la religión, no desde la educación, no desde los valores, no desde la maternidad, no desde la familia, no desde la pareja, no desde la tradición. No, siempre no.  

Que lo único válido sea la libertad. Gracias Margaret Atwood por legarnos esta distopía que motiva a repensar los avances sociales conseguidos y su fragilidad; leamos, escribamos, luchemos por esa sociedad del presente fragmentada y violenta, por ese ideal de un futuro de paz, en donde mujeres y hombres superemos el machismo y aprendamos a convivir con respeto y horizontalidad. El camino, por supuesto, es muy largo para nosotros los varones. La literatura es una forma de recorrerlo.  

 “El agua no resiste. El agua fluye. Cuando sumerges tu mano en ella, todo lo que sientes es una caricia. El agua no es un muro sólido, no te detendrá. Pero el agua siempre va donde quiere ir, y nada al final puede oponerse a ella. El agua es paciente. 

El agua que gotea lleva una piedra. 

Recuerda eso, hija mía. Recuerda que eres mitad agua. Si no puedes atravesar un obstáculo, rodéalo. El agua sí”. 

 Margaret Atwood 

 ¿Conoces otros libros de Margaret Atwood?, cuéntanos en los comentarios.  

Escrito por Fernando Endara, Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica.   

Instagram: @fer_libros.  

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