Mandíbula es una novela para lectores audaces 

Bienvenido/a la tercera entrega sobre Mónica Ojeda en Blog Investigación. “Mi útero, una planta carnívora que deglute insectos de sangre”. La vida es hermosa y espantosa a la vez, lo horrendo y lo bello son tan cercanos que, parecen mellizos separados al nacer. ¿Cuál es el único animal que nace de su hija y alumbra a su madre?, se preguntan reiterativamente los personajes y los lectores de Ojeda, al encontrarse con el título ominoso: “Mandíbula” (novela).

Publicada en 2018 por Editorial Candayá, la obra no es una novela convencional, es un animal salvaje suelto y desbocado, una experiencia literaria del horror blanco, un imaginario poético embriagador, brutal e inolvidable, un cabalgar en la noche del deseo, -porque sí: el deseo es estar poseído por una pesadilla-, una abyección luminosa en la estantería, un artefacto que, desde la ficción, desentraña los miedos, frustraciones y desesperaciones adolescentes femeninas, un artilugio del mal que resiste la deflagración, porque es fuego y hoguera, incendio y literatura.   

Si queremos rastrear a Ojeda y a “Mandíbula”, podríamos hacerlo en varios niveles: 1) su conexión con el auge de autoras hispanoamericanas de las primeras décadas del Siglo XXI, varias de ellas trabajan universos femeninos violentos, eróticos, terroríficos y/o abyectos. 2) su lugar (aún en discusión) en las letras ecuatorianas, es decir, quienes fueron, estilística o formalmente sus precursores (conscientes o inconscientes, esto es, la obra que precedió a Ojeda, aún sin que ella la haya leído o conocido).  

Y, 3) su biblioteca personal, (en el sentido Borgeano), o más bien, el corpus literario (y de otros ámbitos) que facultan los universos poéticos de Ojeda; estos provienen, entre otros, del terror y de la literatura del mal. Dejemos que la academia resuelva los desafíos planteados al iniciar la reseña y, por el momento, concentrémonos en la trama y en la estructura de “Mandíbula”, no sin antes, prosternarnos ante la blancura.  

La novela tiene 32 capítulos, o, mejor dicho, momentos. El primero, nos muestra a Fernanda, estudiante del Delta High School, colegio privado del Opus Dei en una ciudad que se asemeja bastante al Guayaquil natal de la autora, cautiva en medio del bosque. Su captora es Clara, su profesora de literatura que, al parecer, fue suspicazmente manipulada por Annelise Van Isschot, ex mejor amiga de Fernanda, para el secuestro.  

Annelise maquinó todo, jugó ajedrez para desatar el terror, para mostrarnos al Dios Blanco que vive entre otros. El lector buscará resolver el acertijo (aún más los lectores que somos, además, profesores de literatura): ¿Qué llevo a Miss Clara a secuestrar a su alumna? Ojeda nos cuenta una historia polifónica que rompe toda cronología, orden o secuencia, que reflexiona sobre la maternidad y sus horrores, ya sea en condición de madres o hijas, que, desde lo poético, muestra un terror cotidiano e inevitable.  

Leer los 32 textos de “Mandíbula” es descifrar los acontecimientos a través de los intersticios y no de los hechos como tal, paradójicamente, así funciona la vida, a través de puentes y enlaces difusos, por eso la estructura nos cautiva, porque propone una estructura literaria de múltiples, inevitables y hermosas conexiones. 

Veamos a sus protagonistas: Clara está poseída de un amor enfermizo e incestuoso por su finada madre, que se trastocó en una necesidad patológica de parecérsele, aún antes de su muerte. Con ese trauma acuestas, su trastorno de ansiedad se desata a cada tanto, especialmente después de sufrir un ataque a manos de dos de sus estudiantes de la pública: entraron a su casa con el pretexto de robar los exámenes, pero se quedaron para torturarla, amarrándola de pies y manos, rayándole la cara, probándose la ropa, comiéndose la comida y destrozando el hogar

Clara atravesó los abismos, pero volvió a las aulas, esta vez en un colegio privado: la entrevista de ingreso fue compleja, aunque conocía las respuestas y las palabras que las directoras de colegio disfrutan escuchar (lo ensayó varias veces), casi tuvo un ataque de pánico al anticipar los pasillos y patios repletos de faldas y gritos. Clara venció sus ansiedades, enfrentó a cada grupo de estudio, aún al más complicado: el curso en donde estaban Fernanda, Annelise, y sus amigas; sacerdotisas del Dios Blanco. No se amilanó ni aun cuando le asignaron clases extras con Annelise por las tardes; fue en estos encuentros donde la pitonisa sembró la inquietud y maquinó la venganza contra su examiga Fernanda.  

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Fernanda y Annelise fueron mejores amigas, se distanciaron cuando Fernanda empezó a sentir una especie de repulsión ante las experiencias abyectas que vivía con su amiga. Su grupo de amigas estaba conformado por las gemelas Barcos, además de Analia y Ximena: seis adolescentes terribles en total. Un día encontraron un edificio vacío, destartalado y abandonado, una construcción salvaje que dejaba filtrar la hiedra, las lagartijas, las serpientes y hasta un cocodrilo. Una edificación que las adoptó como augures del Dios Blanco cuando Fernanda pintó las paredes de una de sus habitaciones, del techo al piso, color blanco.  

Este aposento convocó a la deidad, empezaron los retos, los juegos funambulistas, las historias macabras, los creepypastas; se desató el culto, el régimen, la oración, la condena. El Dios Blanco surgió, como surge la sexualidad en la adolescencia: húmeda, poderosa, inasible; el Dios Blanco emergió cuando lo cotidiano se convirtió en monstruoso. Pero Fernanda y Annelise compartían algo más, unidas desde la infancia, encontraron su lujuria, embriagada la una, reprimida la otra, en caricias de dientes que mordían más profundo cada vez, en moretones maquillados que las hacía más posesivas, a la una y la otra, cada vez.  

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Para evitar confundirnos entre tantos vericuetos de la abyección, Ojeda, faro que ilumina las sombras de la condición humana, ofrece un mapa de ruta en forma de un ensayo perverso y perturbador. 

En el capítulo 21, se transcribe un texto que Annelise redactó para su maestra Clara, un documento magnífico y revelador, que propone una arqueología, en el sentido foucaltiano del término, del horror blanco que va de Herman Melville a Edgar Allan Poe, a H.P. Lovecraft 

“¿Por qué el blanco infunde respeto?, no, me corrijo, ¿por qué infunde horror?” “Era la blancura de la ballena lo que me horrorizaba por encima de todas las cosas”. “El blanco produce espanto por su potencial, por su capacidad, temible y sobrecogedora de mancharse, como un vacío, un silencio, una pausa, como aquello que sabemos, más temprano que tarde, nos destruirá. La ballena blanca, perturba más por su color, que, por su ferocidad, por ser un presagio de un mal incomprensible, indómito y salvaje”.  

Pero antes de Moby Dick, estaba Poe, Gordon Pym y su viaje austral que desbocó en la blancura-locura. Una narración que quedó inconclusa, en el límite de la realidad y la ficción, un pasadizo, un pasaje, un blanco… que propició la escritura de “Las esfinges de los hielos” de Julio Verne y “En las montañas de la locura” de Lovecraft 

Este último, publicado en 1936, nos descubrió la meseta de Leng y los horrores cósmicos que experimentamos al comprobar nuestra finitud en el plano estelar, ante fuerzas caóticas e incomprensibles, ante seres de nombre impronunciable, ante presencias que, de solo advertirlas, nos devastarían. Annelise, nos dice con razón, que lo que realmente asusta de Lovecraft es ese resquicio, “esa pequeña abertura por donde cabe la posibilidad de que todo lo narrado sea cierto”.  

Y si Howard Phillips configura el horror cósmico; Ojeda lo lleva más allá, lo lleva al horror blanco: “ese terror que se despliega por la pequeñez del ser humano ante el llamado de la naturaleza que puede manchar/contaminar el blanco en todas las maneras posibles. Mientras el capítulo XXI de Mandíbula teoriza el horror blanco, el resto de la novela lo pone en práctica desde la escritura. 

Y entonces somos arrojados a la presencia del Dios Blanco, símbolo y deidad del terror primitivo y atávico al caos natural, al cambio de cuerpo, al tránsito de la niña a mujer, a la sexualidad infantil y adolescente, al llamado de la carne presta a contaminarse. El horror blanco es lo cotidianidad, de súbito, volviéndose monstruoso, incomprensible, indescifrable; es el vacío de preguntas sin respuestas que ocasiona la animalidad del humano, mas bien, de la mujer 

Mandíbula es un grimorio de horror blanco, es un tratado poético del miedo, es una encrucijada afilada y abyecta, es una dosis alucinógena que nos arroja a otro estado de conciencia. Mandíbula es un paisaje inolvidable, una novela profunda, absoluta, imaginativa, radiante, brillante, poderosa, suprema, perenne, ponzoñosa (en el mejor sentido de la palabra), abrumadora, total. 

Mandíbula es un culto secreto, un territorio para transitar una y otra vez, un momento inolvidable de la vida de todo lector. Acerquémonos a Mandíbula, con el respeto y la curiosidad que nos provoca una fiera salvaje y desatada, pintemos de blanco nuestras paredes y oremos: “Dios te guarde Mónica, llama de horror”. Me quedo corto en elogios. Leed a Mónica Ojeda, en el templo blanco de Dios. 

 ¿Te gusta la literatura de Mónica Ojeda?, cuéntanos en los comentarios 

Escrito por Fernando Endara.  

Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica.  

Instagram: @fer_libros. 

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