“Lo bello y lo triste”: un libro japonés que no te puedes perder

Seguimos con la literatura asiática, esta vez comentamos “Lo bello y lo triste” del japonés Yasunari Kawabata, una novela “para conectar con la sensorialidad a través de una literatura que demostró su capacidad para imaginar y narrarlo todo”, como dice nuestro docente de Indoamérica, Fernando Endara.

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Del amor y la venganza, de la hermosura y la belleza, de los sentidos y la naturaleza, de la complejidad del alma humana; son algunos de los tópicos que aguardan en las páginas de Kawabata. Yasunari, que significa: “llegar a ser pacífico”, fue el eje de la renovación de la literatura japonesa del siglo XX y es, quizá, el autor japonés más leído y reconocido fuera del país del sol naciente. Nacido en Osaka en 1899, atravesó una infancia y durísimas quedando huérfano; además de sus padres, su hermana y sus abuelos fallecieron cuando tenía quince años.

Este sentimiento de tristeza lo atravesó por siempre: el abandono y la soledad lo acompañaron y se plasmaron en sus textos cargados de una belleza inmensa y sencilla, y de un potente sentimiento de pesar tamizado por la naturaleza. En 1920 ingresó a la Universidad de Tokio, donde estudió literatura inglesa antes de profundizar en la literatura japonesa.

A la par, comenzó a publicar sus textos en círculos y revistas literarias como: Shinjichō, que significa la nueva tendencia del pensamiento o Bungei-jidai, Época del Arte Literario, que reunió a prometedores escritores de la “Shinkankaku-ha” o “nueva escuela de las sensaciones”. Por supuesto, nos referimos a figuras de la talla de Ryūnosuke Akutagawa, Jun’ichirō Tanizaki, Osamu Dazai y Yukio Mishima. Este grupo de neosensorialista se opuso estilísticamente a la narrativa de la época que era directa, realista y con una fuerte carga política.

Kawabata debutó como novelista con “La Bailarina de Izu” de 1927, y alcanzó el reconocimiento con “País de Nieve” de 1937. Ambas novelas son clave en la obra del nipón junto a otros títulos como “Kyoto”, “Mil Grullas”, “La casa de las Bellas Durmientes” o “Lo Bello y lo Triste”.

Precisamente “Lo Bello y lo Triste” es aquello que nos convoca para reflexionar sobre la naturaleza, la poesía, el vacío y el amor. Como otras obras de Yasunari, su columna vertebral es la sombra del pasado sobre el presente y la complejidad de las relaciones humanas narradas desde una aparente ambigüedad -por ejemplo, finales abiertos- que esconde la profundidad del espíritu japonés: complejo de interpretar desde occidente. Se ha dicho que las obras de Kawabata son como un largo haiku narrado, por supuesto, esta es una percepción que reduce una tradición histórica y literaria compuesta por distintas corrientes estéticas y filosóficas -que a veces se oponen entre sí- a un cliché.

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También se dice que maneja un erotismo sensorial, en donde cada visión, sonido, textura, olor y/o sabor se conecta con las pasiones de los personajes; sin embargo, para Yasunari, esta sensorialidad se acerca más bien al vacío, pero no a la nada del nihilismo occidental, como lo indicó en su discurso: “El Bello Japón y Yo”, expuesto al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1968.

“Lo bello y lo triste” -Utsukushisa to kanashimi to-, como se intuye, es una novela preciosa y sugerente, a la vez que, melancólica y nostálgica. Su título casi recuerda los versos de Rilke: “Deja que todo te suceda: la belleza y el terror. Solo sigue adelante: ningún sentimiento es un error”. Y sucede en triángulos amorosos casi perversos: Oki-Otoko-Fumiko; Oki-Keiko-Taichiro; Oki-Keiko-Otoko, enredaran sus miradas y pieles a través del amor y la venganza.

Oki Toshio, un renombrado escritor casado, viaja a Kyoto con el pretexto de escuchar las campañas de los Templos en Año Nuevo; pero en realidad quiere escuchar los tañidos de sus recuerdos al lado de Otoko.

Su antigua amante, todavía hermosa, todavía lozana, y, todavía enamorada de Oki, se dedica a la pintura realista mientras acoge en su estudio, en su hogar, en su cama, en su bañera y en su intimidad a Keiko, pintora abstracta preciosa, ¿malvada y cruel? El encuentro entre los 3 desatará el deseo abigarrado y apasionado de Keiko, vengar a su maestra-amiga-amante, antaño seducida, abandonada, vejada y humillada por Oki.

A partir de aquí, Kawabata maneja con destreza los tiempos, llevándonos del pasado al presente y viceversa, conectado cauces y destinos de forma impensada, quizás diciendo que tengamos cuidado con las consecuencias de nuestros actos pues el futuro puede cobrar las facturas. Y es que, definitivamente, el paso del tiempo no cura nada; ¿Quizá la venganza? Después del daño causado: ¿Qué cura el perdón, el olvido o la venganza?:

“El tiempo pasó. Pero el tiempo se divide en muchas corrientes. Como en un río, hay una corriente central rápida en algunos sectores y lenta, hasta inmóvil, en otros. El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo. […] Las corrientes del tiempo nunca son iguales para dos personas, ni siquiera tratándose de amantes”​ (Kawabata, 2001, pág. 169)​.

Parecería que la obra de Kawabata versa sobre los amantes; y sí, sus personajes son fervientes amantes del arte, de la naturaleza y de la soledad -solo interrumpida por breves pero inolvidables contactos humanos-. Sin embargo, sus relaciones personales y amorosas desafían el amor romántico occidental para presentar una visión de vacío oriental.

Keiko, en efecto está enamorada de Otoko y odia a los hombres; sin embargo, se enredó tanto con Oki, antiguo amante de su amante, como con Taichiro, hijo de Oki y Fumiko, esposa traiciona de Oki, quien, a pesar de todo siguió a su lado. Quizá por el éxito económico y social del escritor, pues llegó a la fama con su obra: “Una chica de dieciséis”, en donde narra su infidelidad a su esposa Fumiko y su amor prohibido e inolvidable con Otoko, la muchacha de dieciséis.

De hecho, este triángulo es el eje de la novela: la aventura que tuvo Oki con Otoko, aunque ella era casi una niña, y aunque el tenía esposa e hijo; y el producto de este amor infiel: un embarazo, el nacimiento de una criatura muerta, la crisis psicótica de la madre adolescente, el abandono de Oki, la humillación, la huida, y, finalmente, el establecimiento de Otoko en Kyoto.


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En realidad, Otoko nunca olvidó a Oki, lo siguió amando, incluso con odio: “en una mujer, hasta el odio es una forma del amor”​ (Kawabata, 2001)​. Renegó de los hombres y del matrimonio, únicamente acogió a Keiko, estudiante/amiga/amante. Pero Keiko jamás perdonó el daño que Oki le causó a su maestra y buscó la venganza: se atravesó en el camino del escritor y de su hijo Taichiro. Con habilidad los sedujo a los dos, fueron su presa mientras les hacía creer que la presa era ella; entregó el seno derecho al padre y el izquierdo al hijo, los envolvió en embustes hasta reunirlos a todos en el Lago Biwa, para contemplar la tragedia.

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Más allá de las acciones de los personajes -retratadas, por otra parte, como un cúmulo de escenas intensas que es intercalan con potentes imágenes de paisajes-; es su psicología intimista la que conduce el relato y, como no, cuestiona nuestra propia humanidad. Es por ello por lo que en lugar de resumir la trama (lo que ya se ha hecho) se explorarán dos o tres elementos importantes:

1) La sensibilidad y la naturaleza. A pesar de que Kawabata es considerado como el más occidental de los escritores japoneses, su sensibilidad es absolutamente oriental. Esta es una de sus hazañas: ser una bisagra literaria entre oriente y occidente: con formas occidentales y un espíritu oriental. Para Yasunari, el “espíritu profundamente apacible y afectuoso del pueblo japonés; es un canto, de honda y cálida devoción, al hombre y a la naturaleza”, lo que se refleja en el haiku de Myôe (1173-1232), el poeta de la luna:

Luna de invierno, que vienes de las nubes
a hacerme compañía:
el viento es penetrante, la nieve, fría.

Y eso, precisamente son sus novelas, una devoción a la naturaleza como una compañera del ser humano. Siendo elementos recurrentes: “la época de la nieve, de la luna, de los cerezos en flor: entonces, más que nunca, pensamos en quienes amamos”.

Entonces cada descripción parece una confesión de amor en una oración sencilla y profunda, como indica el monje Dôgen (1200-1253), que escribió: “La iluminación con la voz del bambú. El resplandor del corazón con la flor del durazno”. Son imágenes y palabras comunes, nada sobrecargadas ni exuberantes, es la destreza de quien entiende que: “Una sola flor deslumbra más que cien flores”. Y es que cada estación se asocia a unos elementos, aromas, paisajes y flora, que conducen al “mono no aware”, es decir la sensibilidad ante lo bello de la naturaleza.

2) La belleza y lo efímero. Kawabata parece decir, como Oscar Wilde: “no vemos las cosas; sino penetramos en su belleza” – “uno no ve nada hasta que no ve su belleza”. De manera que la belleza nos rodea; pero no nos detenemos a contemplarla. De igual manera; sino encontramos la belleza de los objetos y personas, no hemos penetrado en su ser. Es precisamente la naturaleza lo más bello, efímero y eterno a la vez, que se puede encontrar.

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Es la fugacidad del presente la que nos conmueve y nos convoca a apreciar la belleza, aunque a veces, esa misma fugacidad inhibe nuestros sentidos y nos absorbe en tareas cotidianas y pragmáticas. Pero lo efímero se impone, como Didi Huberman que menciona las “imágenes que arden”, -cuando convocan a la memoria- así Kawabata reitera la sabiduría de la naturaleza que cíclica, se repite, de manera que la hoja de cerezo que se desprendió del árbol en otoño es efímera y bella en su caída, pero es trascendente porque en su fugacidad, será una escena repetida por otras hojas, cada estación, cada año por la eternidad.

Sí, lo bello es lo triste; pero también lo efímero que se convierte en eterno.

3) El vacío y el amor. Yasunari, seguidor del Zen y conocedor del pensamiento budista parece coincidir en su máxima: “para eliminar el sufrimiento, hay que elimina el deseo”. Entonces sus textos buscan esa pérdida de deseo = un vacío, el Śūnyatā. Pero mientras el texto quiere eliminar el vacío, sus personajes son sujetos deseantes, apasionados y amantes. Entonces se produce una tensión entre el vacío y el deseo; otra vez, el “mono no aware”, la posibilidad de vibrar con la naturaleza, es decir, vaciarse, para despertar la sensibilidad ante lo perecedero y eterno.

Es esta contemplación la que se aleja de la nada nihilista occidental que lleva al desasosiego, a lo profano, a cuestionar la existencia; acá, sin embargo, solo hay vacío, por eso: “viendo a la luna, el poeta se convierte en la luna; la luna, vista por el poeta, llega a ser el poeta”, y ambos se sumergen en la naturaleza. ¿Cómo es la poesía de la luna?  Es la verdad que está en “la escritura no escrita”, que está “fuera de las palabras”. Y esa región es la que Kawabata se propone explorar, aquello que está fuera del lenguaje, aunque tenga que convocar al propio lenguaje para alcanzarlo.

Así, como en todo genio, fondo y forma se vuelven inseparables en la obra de Kawabata. Entonces aparece el vacío Śūnyatā, cuando recordamos sus tramas, no las recordamos realmente; sino que evocamos la sensación de belleza y tristeza que nos dejó la lectura. Ese momento en donde por fin, dejamos de pensar y elevamos los ojos de la página para vaciarnos. Así lo comenta Kawabata citando a Mikai, discípulo y biógrafo de Myôe:

“Saigyô (1118-1190) venía frecuentemente para hablar de poesía. Afirmaba que su concepción de lo poético era inusual. Capullos de cerezo, el cuclillo, la luna, la nieve; enfrentados ante todas las manifestaciones de la naturaleza, sus ojos y sus oídos estaban llenos de vacío. Así, sus palabras no eran reales. Cuando cantaba a los capullos, los capullos no estaban en su mente; cuando cantaba a la luna, no pensaba en la luna. Escribía poemas ante un hecho casual, ante lo inmediato”​ (Kawabata, El Bello Japón y Yo, 1968)​.

Por eso, aunque “lo bello y lo triste” parezca una novela profunda, en realidad es una historia de amor y venganza contemplada desde el vacío, que se posibilita por el amplio conocimiento y las influencias que la literatura medieval japonesa, ejercieron en Kawabata. Por eso, su inmortalidad. Por eso Kawabata es iniciático, es un puente para conectar con la sensorialidad a través de una literatura que demostró su capacidad para imaginar y narrarlo todo; aún el vacío y la contemplación.

Escrito por Fernando Endara.
Docente de Lenguaje y Comunicación, Universidad Indoamérica. Instagram: @fer_libros.

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